El hombre y el trabajo del Sol

"¿La riqueza agraria se debe al trabajo de Dios, como creían los feudales, o al trabajo del hombre, como afirmaba la burguesía? Viejas discusiones sobre falsas antinomias producidas por la sucesión de formas sociales basadas ambas en la explotación y el reparto privado del producto. Hoy la burguesía victoriosa no plantea problemas teóricos, sólo acumula. Para la ciencia marxista, aunque no haya renta de la tierra que no sea explotación del hombre, apropiación del valor, pago de la sociedad al campesino, el producto agrícola es un producto de la naturaleza, como lo son también el hombre y su trabajo. En efecto, son el producto de una parte infinitesimal de la energía que el Sol difunde en el espacio y que, al encontrarse con la Tierra, da lugar a la química de la vida. En la sociedad sin clases nadie se "apropiará", nadie "pagará"; en ella, habiendo resuelto racionalmente la relación hombre-naturaleza, la especie no necesitará separar el trabajo del hombre del del Sol. Toda la teoría de la renta de la tierra se encierra en tal comparación entre el mañana y el hoy; cualquier otro planteamiento es premarxista" (cf. Prospetto introduttivo alla questione agraria, Partito Comunista Internazionale, 1953)

La serie de artículos dedicados al programa inmediato de la revolución comunista incluye el desarrollo de los nueve puntos esbozados en la reunión de Forlì en el 52. Entre estos puntos, no hay ninguno dedicado al problema fundamental de la agricultura. Pero en ese mismo período ciertamente no se archivó el tema, ya que estaba en el centro de otros textos importantes en curso de redacción. Con seguridad, basándonos en la estructura de razonamientos encadenados típica del partido en aquella época, lo añadimos nosotros, teniendo en cuenta los textos mencionados, especialmente la serie reunida bajo el título Mai la merce sfamerà l'uomo, publicada entre el 53 y el 54.

Hoy

Fin de la economía natural

Desde las primeras formas de organización social hasta el feudalismo, en un proceso que duró miles de años, la agricultura se desarrolló dentro de economías naturales, es decir, economías que no requerían la contabilidad del valor ni la intervención del dinero.

En la antigua Roma, la riqueza de la clase dirigente procedía tradicionalmente de la tierra y era motivo de orgullo descender de las tribus rurales, pertenecer a generaciones que habían logrado evitar la nivelación con las clases urbanas, quizá ricas pero ya no enraizadas en el suelo, siempre impregnado de una sacralidad primordial hasta la caída del imperio. El comercio de tierras era esporádico y muy tardío; la historia antigua del latifundio no es la del comercio, sino la de las usurpaciones, las incursiones y las matanzas. Los soldados, a quienes se confiaba la tierra, muchos de ellos no la cultivaban de buena gana, y la trocaban por funciones al servicio de las clases dirigentes. Así, la grandeza de Roma, fundada primero en la tierra como tal, se basó después en su concentración en pocas manos, en la extensión del territorio sometido, en el monocultivo y en la producción esclavista de un excedente para el mercado.

Durante milenios, la humanidad ha vivido de los productos de la tierra sin apropiarse de ella, en todos los continentes. Los Incas, por ejemplo, victoriosos sobre las poblaciones conquistadas, arrebataron en primer lugar la tierra a las comunidades locales conquistadas y la redistribuyeron toda, teniendo en cuenta la vasta unidad territorial que habían logrado y la consiguiente centralización social: la mayor parte se destinaba al sostenimiento directo de las comunidades, mientras que el resto, cultivado según un sistema de corveas, se destinaba a la divinidad solar y al Inca. La sociedad se reorganizaba así sobre la base de un excedente que, evidentemente, no se capitalizaba en modo alguno, sino que servía a una distribución social controlada por una autoridad central. No se trataba de un Estado, ya que el Inca, su séquito y la casta sacerdotal no representaban una clase, ni siquiera un estrato propietario.

El tipo de intercambio feudal —incluso el de la sociedad tardomedieval, que estaba ya muy extendido—, precursor del verdadero mercado, había quedado confinado a la artesanía, mientras que la producción agrícola era objeto casi exclusivamente de intercambio no mercantil entre las clases de la época. El siervo pagaba una parte del producto en especie al señor feudal, del mismo modo que se pagaban los diezmos a la Iglesia. La existencia del campesino no dependía del mercado: producía sus propios medios de subsistencia, construía su casa, muebles, utensilios domésticos, tejía y confeccionaba su ropa, etc. Como su existencia dependía de la tierra y toda la sociedad dependía de él, los campos debían conservarse a lo largo del tiempo, no podían poseerse en el sentido que entendemos hoy. Incluso la devastación natural o los saqueos debidos a las guerras aparecían como catástrofes pasajeras que la sociedad en su conjunto reparaba dedicando una parte de su trabajo colectivo; de ahí que el señor local tuviera un interés directo, no sólo militar, en la defensa del feudo y de sus habitantes. El sistema parecía inmóvil. La multiplicación de los intercambios mercantiles que anticiparon el capitalismo abrió al tráfico las islas feudales cerradas, que acabaron disolviéndose por la producción y la circulación de mercancías y dinero.

Con la aparición de la relación específica de producción capitalista, el vínculo entre el hombre y la tierra se transformó. Los productos de la tierra pasaron a ser objetos de intercambio, es decir, se convirtieron en mercancías, asumiendo un valor de mercado generalizado, y surgió la posibilidad de comprar o vender la propia tierra, valorada del mismo modo que cualquier otra mercancía. La afirmación de la nueva forma económica condujo así a la aparición del proceso de industrialización del campo, que alcanzó su punto culminante cuando los conocimientos científicos modernos se transmitieron a las técnicas de cultivo. En la medida en que la ciencia impregnó la agricultura, se produjeron cada vez más alimentos, aumentó la población y se inició el éxodo a las ciudades; esta situación provocó, debido a las limitaciones naturales del suelo, el encarecimiento de los productos agrícolas y la consiguiente pauperización de una parte cada vez mayor de la masa humana.

El proceso fue largo pero inexorable. Desde finales del siglo XV, la agricultura había mostrado sus límites frente a la nueva era que se preparaba. El viaje de Colón fue uno de los muchos caminos que los exploradores-comerciantes trazaron impulsados por la exuberancia productiva y demográfica; naturalmente, los nuevos descubrimientos no hicieron sino acelerar el ciclo iniciado que, hasta principios del siglo XVII, vio aumentar constantemente el precio de los alimentos básicos. En el periodo mencionado, este aumento hizo que los ingresos reales del trabajo se redujeran a la mitad en una población que, mientras tanto, había crecido considerablemente. Al mismo tiempo —y precisamente por ello— se talaron bosques y pastos, que ahora resultaban rentables y sobre los que era necesario aplicar técnicas de cultivo, fertilización y regadío más avanzadas. Los expertos holandeses en diques y canalizaciones fueron llamados por toda Europa para diseñar obras hidráulicas, mientras que en Italia se modernizaban las estructuras más antiguas de Lombardía y se adaptaban a los nuevos monocultivos, incluido el arroz; en Francia se fundaron compañías de drenaje de pantanos, financiadas por el naciente capital holandés; en Alemania e Inglaterra se excavaron redes de canales para la navegación y el riego.

Mucho antes de la Revolución burguesa, esta revolución alimentaria y mercantil fue a la vez producto y factor de un asombroso (para los estándares de la época) aumento de la población humana, que en Europa pasó de 60 a 140 millones entre los siglos XVI y XVIII. También fue el principal factor de la posterior revolución industrial, que a su vez preparó las condiciones de hoy. Si la tarea actual de los comunistas es ver qué rasgos del presente anticipan el próximo salto social, también hay que hacerlo con respecto a la agricultura.

Inyección de capital y aumento de la productividad

La tierra es un medio de producción especial porque su fertilidad cambia de una zona a otra y las posibilidades de intervención humana sobre ella no son ilimitadas. Aun suponiendo que la técnica de producción sea siempre la misma, subsisten diferencias en la calidad del suelo. Mientras que el valor de los productos industriales está regulado por la productividad del trabajo, y un aumento de esta última corresponde a una bajada general de los precios, ocurre lo contrario con la producción alimentaria. Las tierras peor cultivadas (es decir, las que apenas alcanzan rentabilidad frente al abandono) fijan el precio de los bienes agrícolas, mientras que existe una ganancia adicional para quienes producen en condiciones más ventajosas. La renta diferencial que proporcionan las mejores tierras no es un fenómeno pasajero como la plusganancia, que en la industria se debe a métodos, máquinas e innovaciones al alcance de todos los capitalistas; la peculiaridad de los distintos suelos hace de la renta diferencial un elemento estable de la agricultura capitalista.

La diferencia cada vez mayor entre los precios industriales, que tienden a bajar, y los precios agrícolas, que tienden a subir, está vinculada a esta diferencia entre renta y ganancia. Mientras que los primeros están estrechamente ligados a la presión del desarrollo de la fuerza productiva social, los segundos tienden a aumentar debido a la escasez de tierras disponibles en comparación con el aumento de todos los demás parámetros sociales, como la población, la producción, el consumo, la productividad, etc.

Históricamente, la productividad agrícola también ha experimentado más saltos adelante: en el espacio de un siglo, la población mundial se ha cuadruplicado, pero se alimenta por término mediomejor que antes con los productos de una superficie agrícola que ha aumentado poco, ya que a la recuperación de tierras cultivables en los nuevos países desarrollados corresponde una pérdida por urbanización y abandono de tierras pobres en los antiguos países capitalistas. En Italia, por ejemplo, se ha perdido una media de 5.000 hectáreas de tierra cultivable al año, desde el final de la guerra hasta hoy, sólo por la urbanización y las infraestructuras; es como si cada año hubiera surgido una ciudad de 100.000 habitantes (Barrass informa de una tasa de urbanización mayor para Italia, igual a la de una ciudad como Turín cada cuatro años). Y se ha perdido casi toda la tierra fértil de las tierras bajas. En el Reino Unido de 1919 a 2000, debido a la menor densidad de población en las ciudades, la urbanización se extendió a 1.667.000 hectáreas de tierras agrícolas, es decir, el 16% del territorio (Inglaterra y Gales, excluida Escocia).

La escasez de tierra cultivable es, pues, un factor de la agricultura que se revela decisivo en la carrera por la reestructuración técnica de las explotaciones y la eliminación de la mano de obra. A diferencia de la industria, donde la producción no tiene límites teóricos, el suelo agrario disponible es sólo el que se ha formado a lo largo de millones de años y su escasez obliga ya al hombre a cultivar en invernaderos sin tierra y a criar en granjas sin pastos ni forrajes. El aumento de la productividad de la granja moderna se debe a la introducción de especies "mejoradas", ciclos forzados de fertilización y alimentación, plantas automatizadas y ciclos farmacológicos, todo ello en entornos controlados por parámetros cada vez más similares a los de la industria.

Todo esto se ha logrado mediante una división del trabajo bastante pronunciada y gigantescas inversiones de capital, de modo que todo el sistema agrícola se distingue cada vez menos del industrial. Al producir la materia prima y los productos semielaborados de un ciclo más amplio, deja el monopolio de su transformación posterior a la industria pero, al mismo tiempo, se integra en ella. Asume sus características, incluida la de la alta especialización, hasta el punto de que vastas zonas del planeta se dedican al monocultivo de trigo, maíz, arroz, café, algodón, soja, cacahuete, cacao, caña de azúcar, té, etc. Este fenómeno, producido por la inyección de capital, requiere aún más capital para consolidarse y desarrollarse hacia las formas más avanzadas, un verdadero círculo vicioso.

La tendencia al monocultivo intensivo rompe el ciclo tradicional de rotación de cultivos y relega al pasado el barbecho de tierras explotadas. De este modo, el proceso biológico de reciclaje del suelo se ve tan alterado que se hace indispensable el aporte de fertilizantes naturales y químicos, agua y mano de obra a través de maquinaria mejorada, semillas híbridas y ahora también modificadas genéticamente. Así, el aumento de la producción de alimentos va acompañado inevitablemente de un aumento de la disipación de energía, es decir, de un mayor adelanto de capital, de más costes e incluso de una inevitable selección entre los agricultores. En Estados Unidos, en treinta años, el rendimiento por hectárea de maíz se ha triplicado, pero la cantidad de capital constante necesario para cultivarlo se ha cuadruplicado, de modo que sólo las explotaciones más grandes han podido compensar la caída del margen de beneficios con la masa de producción. En todo modelo ecológico, natural o artificial, la mayor disponibilidad de alimentos provoca una mayor población. En 2006, la producción mundial de cereales será un 12% superior a la actual y superará los 2.000 millones de toneladas, pero la población aumentará en el mismo porcentaje y la demanda aún más, sobre todo en los países más poblados; por ello, la OCDE prevé que el precio de los cereales suba un 26%.

El recurso masivo a los productos químicos, aunque en principio devuelve al suelo los elementos que la planta necesita para crecer, ha perturbado su fertilidad natural. Se pierde el equilibrio biológico que permite al suelo no sólo mantenerse fértil, sino también formarse a lo largo de épocas geológicas o renovarse en presencia de causas destructivas naturales, como la escorrentía de la lluvia y la acción erosiva del viento. El agotamiento de la materia orgánica mineraliza el suelo y lo vuelve duro, compacto e inadecuado para retener la humedad, de modo que se autoalimenta el círculo vicioso que hace obligatorio el uso de más maquinaria, más fertilizantes, más semillas modificadas, más fitofármacos.

En lo que respecta a los productos agrícolas, la pérdida de cualidades nutritivas y el aumento de los costes van de la mano. Las frutas y hortalizas se recolectan inmaduras, tanto para anticiparse a la acción de ciertas plagas que atacan preferentemente a la fruta madura, como para responder a las exigencias de mercados complejos que a menudo requieren largos periodos de almacenamiento. Y la mayoría de las veces se espera deliberadamente el periodo favorable en las fluctuaciones de precios. A menudo, las frutas y hortalizas conservadas en cámaras frigoríficas "maduran" de repente durante el transporte y apenas llegan a tiempo de ser compradas antes de que se pudran. El almacenamiento refrigerado de frutas y hortalizas y el ensilado de cereales en terminales equipadas para el control de plagas multiplican la necesidad de transporte, de modo que en algunos casos representa él solo hasta el 60% del precio final.

El proceso de mecanización del campo conlleva una enorme incidencia del capital constante en los productos agrícolas y la conquista capitalista definitiva de la tierra: si fijamos en 100 el tiempo medio mundial que necesitaban los hombres y las máquinas disponibles para segar una hectárea de trigo a finales del siglo XIX, el índice desciende a 63 a principios del siglo XX y a 30 en los años de entreguerras. La comparación entre el hombre y la máquina es aún más llamativa que el tiempo medio: un agricultor tardaba entre cuatro y cinco días en segar una hectárea de trigo, frente a las cuatro horas que tardaba una segadora tirada por un caballo. Una cosechadora moderna supera todos los índices porque a la rapidez de la cosecha motorizada añade la ventaja de entregar el trigo ya trillado y la paja ya compactada; evidentemente, los costes de capital fijo aumentan más que proporcionalmente.

En Estados Unidos, a principios del siglo XX ya había 25.000 tractores en funcionamiento, 246.000 en 1920, 1,6 millones en 1940, 4,7 millones en 1960 (mientras tanto, las explotaciones agrícolas habían pasado de una superficie media de 55 hectáreas a 185). En Italia, desde principios de los años 50 el número de tractores pasó en veinte años de 60.000 a 660.000, mientras que la población agrícola se redujo a la mitad. A partir de 1960 los llamados planes verdes, planes quinquenales que preveían incentivos económicos y acuerdos privilegiados para la compra de maquinaria agrícola producida por Fiat, hicieron que el número de tractores aumentara aún más, estabilizándose hoy en torno al millón y medio. En este periodo de cuarenta años, la producción agrícola aumentó un 250%, mientras que los trabajadores agrícolas pasaron del 20% al 6% del empleo total. Sin embargo, debido al derecho de sucesión, es decir, a la propiedad, no se ha eliminado la extrema fragmentación de las explotaciones, ya que sólo el 4% de ellas superan las 20 hectáreas y el 66% son inferiores a 3; el aumento de la mecanización se ha traducido, pues, en un simple exceso de capital constante por unidad de superficie, y no en una productividad consecuente. Así, el valor del capital adelantado para inversiones fijas, excluidos los bienes inmuebles, se ha duplicado durante el periodo de mayor aumento de la maquinaria, pasando del 12% en 1951 al 24% en 1971, sin permitir, no obstante, una recuperación de los beneficios.

El capitalismo se enfrenta a una contradicción que se manifiesta simultáneamente con el excedente de la producción agrícola en algunos países avanzados, la disminución de la ganancia agrícola y el aumento de los precios, este último debido a la recuperación a través de la renta de lo que se pierde a través de la ganancia. De hecho, considerada en su conjunto, la explotación agrícola sintetiza en sí misma el capital procedente de la ganancia y el capital procedente de la propiedad, es decir, la renta, es decir, el plusvalor procedente de otros sectores productivos.

La agricultura como "servicio no vendible"

Las características peculiares de la agricultura, como el tiempo de desarrollo de la cosecha, el cambio de las estaciones, el ciclo biológico de los animales y la influencia del medio ambiente, impiden que el sistema agrícola compita con el industrial en términos de eficacia y rendimiento. La introducción de la tecnología y el aumento de la productividad son factores que, a diferencia del sector industrial, más allá de ciertos límites no valen para elevar el nivel de calidad. Esta es también la razón por la que el capital mundial se ha lanzado a financiar inversiones en biotecnología que, con la "corrección" de los factores naturales sensibles al medio ambiente, permitirían simular algunas de las características del ciclo industrial.

Si hay un límite al consumo en la vertiente industrial, este es aún más estrecho en la agricultura: los seres humanos no pueden tragar tantos alimentos y bebidas, y muchos materiales para la industria procedentes de la tierra, como la madera, la lana y otras fibras para textiles, se sustituyen ahora por metales y plásticos. El problema que aqueja hoy a la empresa agrícola de los países desarrollados ya no es, como en el pasado, la baja productividad, sino la sobreproducción relativa crónica. A pesar de ello, estos países no pueden ampararse en las leyes del mercado mundial y limitarse a importar alimentos a cambio de productos industriales: en el caso de la alimentación de la población nacional, no se trata sólo de un problema económico, sino de un problema político-económico nada desdeñable.

Esta situación obliga a los Estados a adoptar políticas de intervención cada vez más selectivas. A partir de 1964, por ejemplo, el Mercado Común Europeo regula el sector hortofrutícola con la retirada de los excedentes de frutas y algunas hortalizas, mientras que para el trigo duro y el aceite de oliva se establece un régimen de ayudas directas a la renta de los agricultores. Y en Estados Unidos se pone en marcha un proceso similar con aspectos abiertamente proteccionistas y una astuta utilización estratégica del monopolio cerealista. Se implanta así en los ganglios vitales del sistema agrario mundial un mecanismo mixto de destrucción de algunos productos, de incentivos a la producción de otros y, sobre todo, de cierre total para proteger los sistemas alimentarios nacionales de los países imperialistas, mecanismo que en poco tiempo se generaliza hasta convertirse en un rasgo planetario irrenunciable.

En 1987, las cantidades de cereales, leche y carne almacenadas por la Comunidad Europea alcanzaron un valor de 24 billones de liras, una cifra, sólo para tener un término de comparación, equivalente al 60% del valor añadido de toda la agricultura italiana en ese mismo año. Estos productos fueron retirados del mercado para ser posteriormente destruidos o eliminados en zonas sin influencia en la formación de los precios internacionales, mientras que los productores fueron compensados con un "precio mínimo garantizado". Naturalmente, la eliminación de la superproducción occidental se lleva a cabo en los países pobres, mientras se practica un auténtico proteccionismo contra sus productos.

Llegados a este punto, es fácil darse cuenta de que los términos de valor de la agricultura moderna están bastante distorsionados. Si expresamos el valor de un producto agrícola con la suma clásica de sus componentes —capital constante, capital variable, ganancia, interés y renta—, observamos inmediatamente que la partida "ganancia" es insignificante en comparación con todas las demás. La partida "plusvalor + salarios" (valor añadido) en la agricultura ha disminuido históricamente debido al abandono masivo de la mano de obra; un abandono que no tiene absolutamente ninguna contrapartida en la industria, donde en cambio el número de proletarios ha aumentado constantemente, aunque con incrementos decrecientes a lo largo del tiempo. Por el contrario, todos los demás elementos han crecido en importancia. En primer lugar, el capital constante, como hemos visto, es decir, el capital adelantado para maquinaria, instalaciones, combustible, energía, semillas, abonos, pesticidas, animales de cría, piensos, etc.; pero también los intereses y la renta vitalicia: los intereses, responsables ya desde la época de la antigua Roma de la ruina del campesinado endeudado, y la renta, responsable de la desviación del plusvalor hacia el campesino —gracias a su monopolio sobre la tierra— para compensar su pérdida de ganancias.

Aquí es donde la renta se convierte en la clave de la transformación de toda la agricultura mundial, que —hecho histórico hoy en día— ya no es un sector productivo en sí mismo, por muy deteriorado que esté, sino un servicio en función de la supervivencia del Capital. Dado que la humanidad dedicada a la producción capitalista, incluida la masa creciente de la superpoblación relativa mundial que no produce absolutamente nada, debe sin embargo alimentarse, y dado que los países más poderosos por razones estratégicas no pueden renunciar a su "soberanía alimentaria", el conjunto de la sociedad mantiene a los trabajadores de la alimentación del mismo modo que mantiene a los bomberos, las enfermeras, los profesores, los policías, los soldados.

Campesinado mantenido

El balance de un Estado moderno revela la función insustituible de la distribución del plusvalor al interior de la sociedad para estabilizar el "curso forzoso" de la agricultura en esta fase de máximo desarrollo capitalista. Cuanto más insignificante es el peso específico de la agricultura en el conjunto de la economía real, es decir, en la producción de valor, más aumentan las subvenciones estatales para sostenerla. El ritmo de crecimiento de las subvenciones es, en efecto, muy superior al aumento del desarrollo agrícola, pero a pesar de ello, la agricultura no podrá abandonarse nunca a la inversión del capital individual, y menos aún al mercado. Sobre todo, tengamos en cuenta que el valor de los productos agrícolas interviene en gran medida en el valor de los salarios y que su abandono al libre mercado supondría, por tanto, un reequilibrio salvaje y traumático el plusvalor y el capital variable. De ahí también que la intervención reguladora del Estado sea más necesaria que nunca.

La enorme transferencia de plusvalor al aparato de servicio del Capital en la sociedad moderna, y concretamente a la agricultura, puede demostrarse con unas pocas cifras extraídas de los anuarios oficiales. En Italia, con respecto a toda la masa de valor producida ex novo en un año, unos 2.000 billones de liras, la agricultura participa con unos 50 billones de liras, es decir, con sólo el 2,5%. En EEUU y Japón la agricultura produce el 2% del valor total, en Francia el 3,3%, en Alemania el 1,2%, en Inglaterra el 1,7%. Proporcionalmente, los servicios antes mencionados, que no participan en la formación de nuevo valor, absorben alrededor de 250 billones de liras, es decir, el 12,5% del valor total. Como puede verse, la agricultura no sólo es una parte muy pequeña de la economía, sino que, considerada como una especie de "servicio nacional de alimentación", es incluso barata: el 16,6% de todo el coste de los servicios no vendibles. En realidad, la diferencia entre el valor de la alimentación de toda la población y el mantenimiento de policías y profesores es menor: en Italia, teniendo en cuenta el valor añadido por la transformación industrial de los alimentos, se gastan unos 200 billones de liras en comida y bebida. Además, los 50 billones no sólo representan los alimentos, sino todo el producto agrícola, madera, tabaco, flores, agroturismo, etc.

El importe bruto de la producción agrícola es una cifra parcial. Según un estudio del Istituto Nazionale di Economia Agraria, el importe de las ayudas estatales directas a la agricultura en el trienio 1989-91 ascendió a unos 17 billones de liras. Además, los consumidores pagaron indirectamente otros 13,5 billones de liras a través del sistema de precios fijado arbitrariamente por el Estado para determinados productos clave. Con las concesiones fiscales y de seguridad social, que aportaron indirectamente otros 8,12 billones de liras a la agricultura, fluyó hacia la clase campesina un total de 38,5 billones de liras, es decir, el 88% de todo el valor producido en esos años. Es como si cada uno de los aproximadamente 2,5 millones de campesinos "oficiales" italianos se hubiera embolsado un cheque mensual de 1.250.000 liras durante todo el trienio 1989-91.

Para demostrar que no se trata de fluctuaciones periódicas dentro de un país, sino de un proceso irreversible, en 1999 cada uno de los nueve millones de campesinos europeos recibió una media de 38 millones de liras al año en subvenciones, que por supuesto se añadieron a sus ingresos "normales". Esto significa que se produjo una transferencia de ingresos de todas las demás clases al campesinado, y que cada hogar de la UE "transfirió" 2,75 millones de liras en concepto de recargos alimentarios, al igual que pagó impuestos por otro tipo de servicios. Para el 65% se trataba de un pago directo a través del Estado, para el 35% de un pago indirecto a través de la manipulación de los precios. Los demás países capitalistas tampoco se andan con bromas: la media percibida por cada agricultor titular de una explotación en la zona OCDE no comunitaria es de 25,5 millones de liras, con picos de 75 millones en Noruega y Suiza, seguidos de Japón con 59, Estados Unidos con 46, Canadá con 21 y Nueva Zelanda con 2.

Un caso especial es el de Alemania, que recibe menos de lo que paga ("la industria alemana financia la agricultura francesa", escribe The Economist). En total, los agricultores alemanes se embolsan pocas subvenciones (11,5 billones de liras), pero en Alemania sólo hay 429.000 explotaciones, de las cuales menos de la mitad son a tiempo completo. Así que las 185.000 explotaciones que entran dentro de los parámetros de la Unión se reparten el total, embolsándose cada una 62 millones, una suma per cápita muy superior a la media. Por lo que respecta a Italia, hay cierta contradicción en los datos. Los campesinos deberían ser oficialmente dos millones y medio, pero según la oficina europea de estadística (Eurostat) son el 7% de los ocupados; como éstos son 23 millones, los campesinos "reales" deberían ser 1,6 millones, por lo que la subvención per cápita debería aumentar en consecuencia y también su contribución al producto bruto y su renta. Pero puede ser que un millón de campesinos fantasmas formen parte de la picaresca itálica.

Dado que la renta global genérica es la suma de salarios y plusvalor, está claro que la transferencia se produce sólo en detrimento de estas dos partidas que representan todo el valor producido en la sociedad por el proletariado. Esto significa que en Italia hay que añadir a la superpoblación relativa un millón de beneficiarios "campesinos" ociosos.

La futura entrada en la Unión de algunos países bastante atrasados en agricultura, como Polonia, Rumanía y Turquía, que aún tienen una parte considerable de la población ligada a la tierra, empujará necesariamente al alza las subvenciones (y la especulación).

La relación inversamente proporcional entre la disminución del valor de la producción agraria y el aumento de los subsidios estatales tiene evidentemente un límite más allá del cual no puede ir la transferencia de valor a esta esfera de la producción, ya que no se puede extraer indefinidamente cada vez más plusvalor de cada vez menos trabajadores. Esto reproduce una situación de decadencia social histórica ya comparada por Marx con la de Roma en el Imperio tardío: siempre es un problema para una sociedad de clases mantener a demasiada gente en lugar de explotarla. El plusvalor extraído del proletariado moderno permite de hecho la supervivencia del capitalismo que, mediante el Estado distributivo, encuentra un equilibrio precario entre impulsos caóticos y violentos: se mantiene toda la parte improductiva de la sociedad, es decir, los pocos capitalistas reales que han sobrevivido a la expropiación recíproca, las clases medias, la masa imponente de los sirvientes domésticos-ministeriales-militares, hasta la masa igualmente imponente del lumpenproletariado. Pero este mecanismo perverso es muy peligroso para la sociedad burguesa. Si bien cumple una función de amortiguador social, también produce una media entre la altísima productividad del sector industrial y la disipación de la energía social a su alrededor, lo que da lugar a un rendimiento global desastroso.

El sometimiento definitivo de la tierra al Capital

En la posguerra, a pesar de la subida de los precios agrícolas mientras bajaban los industriales, y a pesar de las primeras intervenciones estatales, en la mayor parte de Europa se seguía negando a los agricultores el acceso general al crédito y, por tanto, a la necesaria modernización. Se trataba de un círculo vicioso, ya que la parcelación de la propiedad generaba explotaciones demasiado pequeñas que no podían crecer porque eran incapaces de acumular capital por sí mismas y asegurar sus deudas. Por otra parte, las meras subvenciones tendían a hacer sobrevivir una situación que se hubiera deseado superar, mientras que el desarrollo de empresas modernizadas tendía a provocar una competencia despiadada contra el resto de empresas que, a pesar de la subida de los precios, no conseguían salir de su situación. El éxodo del campo y el consiguiente abandono de las tierras en busca de mejores fuentes de ingresos en la ciudad era inevitable en ese momento. Las buenas tierras bajas, aunque no se vendieran debido a los bajos precios, seguían siendo arrendadas o cultivadas personalmente por los antiguos campesinos convertidos en jornaleros, pero con una producción totalmente marginal. Ante el aumento de la productividad en las mejores tierras, muchas zonas de montaña, colinas o zonas áridas fueron abandonadas debido a su bajo rendimiento o a su inaccesibilidad.

La tarea de regular, mediante intervenciones sobre los precios, el éxodo del campo y la formación de explotaciones más eficaces fue confiada al Mercado Agrícola Europeo, organismo creado en julio de 1964 en Bruselas. Las directrices del nuevo modelo agrario capitalista, sin embargo, no llegaron a materializarse en ningún país en una verdadera reforma agraria que tocara la propiedad, y sólo sancionaron la adopción generalizada de 1) un límite, el "precio de intervención", por debajo del cual el Estado garantizaba la retirada del producto del mercado al precio establecido; 2) un suplemento adicional de apoyo a la renta de los agricultores; 3) un "precio umbral", que establecía un derecho de importación para los productos de países extracomunitarios si eran demasiado competitivos.

En poco tiempo, la adopción por todos los países de una política de control artificial de los precios internos, subvenciones dirigidas y barreras aduaneras condujo a la formación de un diferencial de precios entre el mercado interno y el mundial, utilizado a menudo por razones de competencia interestatal. No es casualidad que el ámbito de mayor conflicto en las relaciones económicas internacionales sea precisamente el de la agricultura. Desde los años 60, en los tratados de la OMC (antiguo GATT), la agricultura siempre ha representado un sector por derecho propio, objeto de negociaciones separadas y de continuas disputas. Especialmente enconadas fueron las que enfrentaron a Estados Unidos y la Unión Europea en torno a los criterios de utilización de las subvenciones, con el corolario de agrias políticas de represalias recíprocas. Al fin y al cabo, el proteccionismo y las guerras comerciales forman parte de la naturaleza de las relaciones interestatales. El libre comercio nunca ha existido realmente, y mucho menos en el comercio agrícola. Este último fue oficialmente enterrado en los años 60 por los principales países capitalistas, que se vieron obligados a extender una verdadera red de protección en torno al sector alimentario, tan decisiva que estaba presente en los planes estratégicos nacionales, aunque representara —como hemos señalado— una esfera insignificante desde el punto de vista de la valorización general del capital.

La dependencia alimentaria de demasiados países se está convirtiendo en un problema mundial que afecta a la política de alianzas entre Estados. Hay algunos, como Egipto y Corea, que importan casi todos sus alimentos; otros, como Japón, que siguen dependiendo en gran medida del exterior. En el mundo no desarrollado ciertamente sobreviven formas atrasadas de producción agrícola junto a las actividades de las grandes multinacionales agrarias, pero sería erróneo interpretar que se deben a un retraso en el ciclo capitalista local. La supervivencia de grandes zonas de pobreza ligadas a una agricultura miserable es consecuencia directa del capitalismo desarrollado, cuyas sofisticadas materias primas para la alimentación, producto de la ciencia agrícola, se enfrentan ahora con demasiado descaro a las típicas de la agricultura de subsistencia. Y ya no hay posibilidad ni de acumulación capitalista local espontánea ni de reforma agraria nacional que pueda hacer competir a ningún país "emergente" con los viejos países capitalistas. Sólo China, que tiene una agricultura milenaria basada en el control del agua, ha conseguido liberarse de la dependencia alimentaria, mientras que la India, que tiene que alimentar a una masa humana del mismo orden de magnitud, tiene una agricultura absolutamente desastrosa.

El proceso de subsunción de la agricultura al capital ha sido lento y tortuoso. Incluso a principios del siglo XX, la explotación moderna era un modelo de producción que no estaba muy extendido en Europa. Los logros mecánicos más importantes para la agricultura se habían aplicado por primera vez en Estados Unidos a partir de la segunda mitad del siglo XIX, pero su coste, aparte del arado totalmente de acero de John Deer, había impedido su difusión masiva. A finales de siglo, la cosechadora McCormick pasó a primer plano y aparecieron algunas trilladoras gigantescas accionadas por vapor, para las que se necesitaban 40 caballos de potencia para tirar de ellas. Pero la verdadera mecanización de la agricultura sólo llegó más tarde, sobre todo en Europa. Hasta después de la Primera Guerra Mundial, fueron muchas las razones de su escasa difusión: la necesidad de enormes capitales privados, que, sin embargo, se orientaban preferentemente hacia inversiones industriales, bancarias y especulativas; la lejanía del campo de los centros industriales; la red de carreteras, todavía deficiente; la falta de combustibles y de grandes centrales eléctricas con sus redes de distribución; la falta de personal técnico y científico. Todos estos eran elementos de los que carecía el capitalismo agrario de la época y que sólo el trabajo de generaciones enteras podría haber formado, y sólo si se hubiera eliminado el problema de la fragmentación de la tierra en muchas zonas de Europa.

Fue la industria la que consiguió, en la mayoría de los casos, imponer sus máquinas en el campo, incluso cuando estaban lamentablemente infrautilizadas. Y el Estado, al intervenir en favor de la industria, permitió a los agricultores acceder al capital, hasta el punto de proporcionárselo gratuitamente o incluso a interés negativo. Cuando la industria alcanzó un alto grado de desarrollo, también le siguió necesariamente la agricultura y se transformó en consecuencia, no sólo con máquinas, sino también con la asunción de formas de organización de tipo industrial. "Una vez que el modo de producción capitalista está firmemente establecido", dice Engels en el Anti-Dühring, "el grado en que se ha sometido a las condiciones de producción se manifiesta en la transformación del capital en propiedad. Así, el capital fija su asiento en la tierra misma. A estas alturas, los firmes presupuestos proporcionados por la naturaleza a la propiedad de la tierra derivan únicamente de la industria". La urbanización, que fue la cuna y el factor de la industria, es ahora su monstruoso producto, abriéndose paso en todas las zonas del globo.

Una vez establecido en las zonas atrasadas, el capitalismo moderno no puede desarrollarse localmente siguiendo el mismo patrón de la acumulación originaria, es decir: expropiación de los campesinos y su transformación en obreros, nacimiento y desarrollo de la manufactura, su transformación en gran industria, etc. Los supuestos que originalmente aparecían como condiciones del devenir capitalista, se presentan ahora como resultados de su propia realización. Por ejemplo, los campesinos de las zonas pobres del mundo han sido desposeídos de sus tierras, bien por los bajos precios debidos a las políticas agrarias de los países industrializados, bien por la centralización de la industria agraria local debida a las inversiones directas; desde luego, no por una nueva génesis "tardía" del capitalismo. En la agricultura mundial, esta inversión de perspectivas es muy clara: los países periféricos poco industrializados practican ahora formas avanzadas de monocultivo agrícola, ya no producen para el consumo interno sino para la exportación internacional. Como el paupérrimo Bangladesh, donde se produce un tercio del yute mundial; como Senegal, donde la agricultura de subsistencia ha sido sacrificada en beneficio del aceite de cacahuete; como Colombia, donde la producción de trigo ha dado paso a la de claveles para el mercado estadounidense; como Egipto, donde la producción de algodón fino destinado a la exportación ha suplantado a la de productos alimenticios, casi todos importados; como Vietnam, donde la agricultura tradicional está dando paso a las plantaciones de café de tipo "robusta", más rentables, de las que se ha convertido en el primer productor mundial; como Malasia, donde se produce la mitad del aceite de palma del mundo.

El monocultivo permite al país en el que se hace el intercambio entre un producto especialmente apto para ser cultivado en determinadas condiciones y el alimento al que sustituye, pero expone al mismo país a fluctuaciones de los precios internacionales que escapan por completo a su control. El precio del "robusta" vietnamita, por ejemplo, ha caído en picado en el último año, pasando de 1.740 a 870 liras el kg, lo que ha desencadenado levantamientos locales de los agricultores, que en algunas zonas dependen ya económicamente en un 80% de esa producción.

Inversión en curso

La empresa sólo puede juzgar el mercado por sus propios intereses inmediatos; si descubre, como hizo en México, que puede ganar veinte veces más cultivando tomates para los estadounidenses en lugar de maíz para los mexicanos, perseguirá su propio interés a expensas del interés general. Mientras que el maíz escasea en México, abunda en EEUU como en ningún otro lugar del mundo, y por tanto se exporta. Después de todo, la producción y comercio de comida para perros y gatos suscita más atención que el sustento de millones de personas, por la sencilla razón de que la demanda de la primera proviene de los países industrializados y es solvente, mientras que la de los hambrientos del Tercer Mundo por cualquier alimento no lo es. Por eso los mares pesqueros de Perú, un país tradicionalmente amante del pescado pero que lo consume poco por su precio, proporcionan abundante materia prima para las albóndigas destinadas a los adorables animalillos de los gringos.

La producción capitalista específica de mercancías, al apoderarse definitivamente de la esfera agraria, ha subordinado el consumo personal inmediato a la producción y venta en masa de los productos de la tierra, especialmente los alimentos. En el gigantesco supermarket mundial hay sobreabundancia de alimentos, pero solo pueden comprarlos en cantidad y calidad adecuadas quienes participan de forma no marginal en la formación del Capital. Los demás, aplastados con su pequeña parcela familiar, o desposeídos de sus tierras sin poder convertirse en proletarios, o empujados a las inmensas bidonville de las nuevas metrópolis, son objeto de conferencias sobre el "hambre en el mundo".

Nunca se volverá a formas de liberalismo económico en la agricultura (ni en ningún sector): el proceso es irreversible. Pensemos en el fracaso de la Fair Act, aprobada por el Congreso estadounidense en 1995, con el objetivo de liberalizar el mercado agrícola nacional: la ley sancionaba la libertad total en el volumen de producción agrícola para el periodo 1996-2002 y el resultado fue catastrófico. Antes de que finalizara el experimento, el Congreso estadounidense tuvo que votar en repetidas ocasiones planes de ayuda urgentes. En 1999, los agricultores estadounidenses recibieron subvenciones récord, unos 24.000 millones de dólares (frente a 12.000 millones en 1998 y 7.500 millones en 1997), unos 20 millones de liras por agricultor permanente, 46 millones por explotación. El sonoro replanteamiento de la burguesía norteamericana, que va de la mano de los innumerables intentos de regular los desequilibrios estructurales de la agricultura, demuestra que ya no es posible dejar la producción agraria a la anarquía del mercado y que el capitalismo, en este sector más que en otros, necesita producir según un plan mundial. El plan de producción, que tan bien le sale al capitalista en la fábrica individual, le sale muy mal al capitalismo en el mercado internacional, donde la propiedad privada compite al más alto nivel y donde los intereses nacionales bloquean el desarrollo de estructuras ejecutivas comunes. Los intentos espasmódicos de todos los organismos mundiales de lograr el control general de la economía es un reconocimiento implícito del carácter social de las fuerzas productivas a escala mundial, una verdadera capitulación de esta sociedad ante el marxismo.

La intervención estatal en la agricultura dentro de cada país es ya un plan general de alimentación sustraído al mercado. No tiene una finalidad económica en sentido estricto y por tanto no entra dentro del ámbito de las políticas keynesianas, es decir, dentro de ese complejo de medidas para ampliar el consumo y la inversión como función anticrisis. Por ejemplo, en el Protocolo de apoyo a la producción de julio de 1993, la agricultura ni siquiera se mencionaba. Significativamente, en Alemania, tras la oleada de EEB ("enfermedad de las vacas locas") y fiebre aftosa, el problema de la agricultura se abordó desde el punto de vista del sistema de consumo en su conjunto y no desde el punto de vista económico. El 1 de febrero de 2001 The Economistcomentaba: "Haciendo de la necesidad virtud, el canciller Schröder aprovechó la crisis para anunciar una revisión completa de las políticas agrícolas alemanas. A partir de ahora será necesario anteponer los intereses de los consumidores a los de los agricultores. Un ministerio de agricultura revitalizado se encargará, por orden: de la protección del consumidor; de la alimentación y de la agricultura. Los 5.000 millones de dólares en subvenciones se reutilizarán en consecuencia. Los gritos de protesta que el canciller espera que surjan de los poderosos lobbies agrícolas, dice, serán 'estrictamente ignorados'".

Por supuesto, no es tan fácil ignorar a quienes alimentan a la población, como enseña un bigotudo campesino francés que pasa por revolucionario entre los imbéciles, pero la burguesía realmente se ve acosada por el problema. Aparte del hecho de que los consumidores de mercancías sólo cuentan como tales, mientras que nadie se preocupa por su salud, si fuera posible rediseñar las políticas agrarias de cualquier país de acuerdo con las prioridades enumeradas por el canciller alemán, esto significaría exactamente sancionar la negación de la agricultura como esfera productiva de ganancia, sancionando su transición oficial a la de servicios no vendibles.

Estamos por tanto ante algo muy distinto a los intentos keynesianos de sostener la producción; nos enfrentamos a algo estructural, a un impulso de cambio más poderoso y decisivo. No importa que unas pocas industrias agroalimentarias individuales, tal vez multinacionales, amasen enormes beneficios; el hecho es que el Estado, instrumento del anónimo Capital general, no puede permitir que la alimentación de la sociedad quede en manos de los campesinos, y menos aún de monopolios internacionales sedientos de renta. Sería como entregar toda la sociedad a una clase específica, por muy moderna y empresarizada que sea. Sería el fin de la propia burguesía como clase.

Si es cierto, como lo es, que en todo el mundo la agricultura ha perdido toda autonomía y está directamente controlada por los mayores Estados imperialistas mediante transferencias masivas de plusvalor, entonces ya no existe una "cuestión campesina" a la manera de la Tercera Internacional, ni siquiera en los países donde los campesinos siguen constituyendo una gran parte de la población. La estructura del ciclo alimentario está completamente subordinada al Estado, la industria, las finanzas y, a partir de ahora, también al monopolio de la producción industrial de semillas (capital constante) obtenido mediante la biotecnología. Desde un punto de vista marxista, la cuestión agraria, que en la Rusia de 1917 era también —y correctamente— una cuestión campesina, puede abordarse hoy sobre todo con los parámetros de la sociedad futura.

Hoy ya no existe, en ningún país del mundo, una situación de doble revolución como la que obligaba a Lenin a dar una doble solución al problema de las relaciones de clase: "El proletariado debe llevar a cabo la revolución democrática ligando a sí mismo a la masa del campesinado, para aplastar por la fuerza la resistencia de la autocracia y paralizar la inestabilidad de la burguesía. El proletariado debe llevar a cabo la revolución socialista uniendo a sí mismo a la masa de los elementos semiproletarios de la población, para aplastar por la fuerza la resistencia de la burguesía y paralizar la inestabilidad del campesinado y la pequeña burguesía" (Dos tácticas).

Hoy ya no puede quedar nada esa primera parte: la revolución democrático-burguesa está históricamente realizada, la autocracia feudal ya no existe y la burguesía ya no oscila indefensa entre los diferentes modos de producción, sino que se ha establecido con solidez en el poder. E incluso la segunda parte ya no refleja la situación actual: la burguesía ya se ha encargado de neutralizar la importancia de clase del campesinado. Lo que queda es la revolución proletaria plena, que en su programa inmediato no entregará en absoluto la tierra a los campesinos, sino que la convertirá en un bien colectivo, como siempre señaló Marx. El problema real del atraso de vastas zonas y de la opresión económica de los países fuertes sobre los débiles ha llevado a menudo a identificar también las tareas de la revolución comunista con un vago "antiimperialismo" ligado a la vieja "cuestión nacional". Pero incluso aquí tenemos la clarísima explicación de Lenin: no es la dependencia económica la que establece el criterio de las condiciones revolucionarias burguesas, sino la dependencia política, negadora de la libertad nacional (Sobre la caricatura del marxismo).

Todavía hay innumerables campesinos, portadores de "antiguos estigmas", verdaderos bárbaros modernos aunque estén inmersos hasta el cuello en la civilización, obligados a convivir con las formas expropiadoras y asesinas de su particularidad y a menudo de su propia existencia. Sólo en la perspectiva revolucionaria "pura", ya no "doble" —ahora podemos decirlo con definitiva certeza— "incluso estos bárbaros podrían convertirse, contra esta civilización, en uno de los proyectiles de la revolución que debe inundarla" (Presión "racial" del campesinado, presión de clase de los pueblos de color).

Mañana

¿Redistribución de la renta o negación del capital?

Desde un punto de vista general, la agricultura se tomará su gran revancha histórica ya con el capitalismo. De hecho ya lo está haciendo. Una vez que la "tierra virgen" ha recibido las atenciones del "Capital sátiro" (La mercancía nunca quitará el hambre al hombre) y ha sido fertilizada con ciencia y tecnología, el cuantitativismo de la producción ligada al beneficio choca con la necesidad humana de una alimentación digna. El propio ciclo natural, el hombre incluido, tiene reacciones de rechazo. Puede que un canciller alemán no revolucione la agricultura con un decreto gubernamental, ni choque contra los intereses del capital agroindustrial, pero es todo el conjunto económico alemán, no sólo la agricultura, lo que le ha movido a ciertas afirmaciones. Así ocurre en el resto de Europa, en América, en cualquier otro país ultradesarrollado. Es todo el sistema el que hace cada vez más evidente a la gente que se muere de capitalismo. Y cada vez más caen las consignas de las revoluciones pasadas, dejando clara y terrible la pregunta fundamental: ¿queréis el capitalismo? Es esto, no puede ser otra cosa; pero él mismo os demuestra que ya está preparada una nueva sociedad, que sólo necesita liberarse de esta envoltura podrida.

Del mismo modo que el aumento de la fuerza productiva social está ligado al período en que la humanidad se divide en clases, un puente entre el comunismo primitivo y el desarrollado, nuestra especie ha tenido que construir un puente entre la simple recolección de alimentos y su producción consciente, según un plan que permita al hombre integrarse armoniosamente en la naturaleza y no expoliarla. El puente del desarrollo ya no hay que cruzarlo, ya estamos al otro lado. El reino de la necesidad ya ha quedado atrás, hoy la fuerza productiva social está preparada para el salto al reino de la libertad. Lo único que queda por derribar —la última barrera que nos separa de la sociedad futura— es la clase dominante. Del mismo modo, el puente del desarrollo agrario ya ha sido cruzado: la humanidad ya tiene en su poder la solución alimentaria, sólo sería necesaria si pudiera evitar la economía, es decir, la contabilidad según signos de valor, la que lleva a considerar la media entre los que no tienen nada que comer y los que mueren obesos, saturados de colesterol y pastillas para adelgazar.

El capitalismo, drogado y mantenido en vida por la continua distribución social del plusvalor, con su moderna política agraria nos proporciona una prueba más de que la sociedad futura está cerca. Nos encontramos, por supuesto de forma mediada por el desarrollo de la propiedad y del fuerza productiva social, en la situación de ciertas sociedades antiguas todavía comunistas, en las que la agricultura proveía de alimentos a toda la sociedad con una distribución del producto implementada por estructuras comunitarias centralizadas. La situación actual se invierte en la medida en que la sociedad del valor ha destruido la organicidad de las primeras formas de producción, aún no clasistas, donde la energía de cada individuo estaba al servicio de la comunidad; donde, a diferencia de hoy, ni siquiera se podía imaginar que la tierra pudiera ser objeto de posesión e intercambio, no digamos de propiedad y comercio. Pero, aunque una comparación mecánica sería históricamente arbitraria, no está de más constatar que la sociedad moderna avanza hacia la destrucción de formas específicas de valor, las mismas que le son indispensables para existir: por ejemplo, adoptando formas de distribución común de los alimentos, forzando su precio a escala planetaria.

No se trata de un retorno a las formas antiguas, al contrario; pero ciertamente el fruto del trabajo social se distribuye tanto o más que en aquellas. En efecto, la agricultura no puede definirse como un "sector productivo» si en solo dos áreas económicas, Europa y Estados Unidos, las autoridades distribuyen sistemáticamente a su favor entre las clases una masa de valor igual al producto bruto de un centenar de países más pequeños.

Esta no es la única forma de distribución ad hoc, además de las formas fijas del gasto social actual. El plan energético nacional presentado por la nueva administración estadounidense prevé un gasto aún mayor. El conjunto de maniobras económicas lanzadas para readecuar Italia a los parámetros de Maastricht ha movido una cantidad de valor equivalente a diez vecesel importe de toda la producción agrícola nacional de un año. El degenerado fenómeno keynesiano de la Cassa per il Mezzogiorno transfirió durante medio siglo enormes cantidades de valor de la economía en su conjunto a intereses públicos y privados particulares, impidiendo el colapso del Sur, pero también bloqueando su desarrollo autónomo. La propia gran industria se benefició de enormes transferencias de valor que estimularon su crecimiento, pero al mismo tiempo contaminaron su capacidad para competir internacionalmente.

Este capitalismo asfixiado se basa ahora, frente al liberalismo, en intervenciones autoritarias del Estado para la utilización social del plusvalor proveniente de los sectores productivos. Pero si miramos más allá de esta especie de ensañamiento terapéutico, podemos ver un impulso material a la necesidad de un proyecto general de vida de la especie, a un verdadero intento de inversión de la praxis. Sólo que el capitalismo lo convierte en una burda y brutal salvaguarda de su propia existencia. Dentro de esta intervención autoritaria, la agricultura ya ha demostrado en los hechos que, si no estuviera implicada la propiedad, los problemas alimentarios podrían resolverse con intervenciones de relevancia insignificante en comparación con el conjunto de maniobras económicas. Pero las formas sociales no se pueden re-formar, hay que destruirlas para ver surgir otras completamente nuevas.

El desarrollo de la fuerza productiva social ha llegado así a un punto en el que se cuestiona la producción moderna de valor en la agricultura. Al mismo tiempo, sin embargo, la persistencia de la propiedad magnifica los efectos del monopolio de la tierra. Toda la sociedad se ve obligada, si quiere alimentarse, a pagar un soborno al campesinado, desviando valor de todas las esferas productivas hacia la agricultura. La empresa agraria se embolsa así el valor de los demás. Sería racional eliminarla, pero en la forma social basada en la propiedad no se puede. Nada de "la tierra a los campesinos": hay que arrancársela de las garras para siempre.

De ahí que, mientras el inmenso poder de la futura producción y distribución actúa directamente sobre el presente, la sociedad burguesa se atrinchere en su defensa utilizando precisamente ese poder. De hecho, si se considera el capitalismo como un sistema global y no como la suma de la acción de los capitales individuales (que, por otra parte, son cada vez menos significativos), el camino hacia la producción de nuevo valor es indiferente, mientras lo haya. Con el desarrollo definitivo de la "subsunción real del trabajo al Capital", el encargado de una fábrica y el limpiador de la misma participan en la producción final aunque ambos no sean, en sentido estricto, directamente productivos; forman parte, como trabajadores parciales, de un todo que Marx llama el "trabajador colectivo» (Capítulo VI Inédito, Siglo XXI, p. 79). Así como este trabajador colectivo es productivo, también lo es el sistema que permite la supervivencia del capitalismo, aunque dentro de él haya sectores particulares como la agricultura que producen muy poco, o como la escuela pública, la policía, etc., que no producen nada.

Balance energético de la producción alimentaria

La ley del valor no se ve ciertamente afectada por ello: simplemente se demuestra que actúa cada vez más en general y cada vez menos en particular. "Esto puede ser de alguna utilidad para la difusión de nuestra obra", como solían escribirse Marx y Engels cuando estallaba alguna contradicción importante. Pues bien, en la sociedad tal y como es, la ley del valor se encarga de mostrarnos la crítica positiva del modo de producción capitalista, es decir, ya presenta los requisitos previos de la sociedad futura totalmente formados. Cualquiera que no caiga en la propaganda burguesa comprende perfectamente, sin muchas explicaciones, que la producción en general no es escasa sino sobreabundante, y que incluso la agricultura existente podría resolver inmediatamente todos los problemas alimentarios del mundo. La tarea que asumimos aquí, por lo tanto, no es repetir la poderosa crítica que el marxismo ya ha avanzado contra la renta capitalista, sino retomar el hilo y demostrar que, incluso en este caso, en el programa inmediato de la revolución venidera no habrá necesidad de recurrir a medidas "constructivas", bastará con utilizar racionalmente el resultado histórico ya alcanzado y avanzar.

La sociedad futura ya no necesitará aumentar la producción agrícola en una asombrosa media del 2% anual durante sesenta años, como ha hecho Estados Unidos desde 1940, para un incremento total del 328%. La humanidad ya no necesitará producir, siguiendo de nuevo el ejemplo estadounidense, 13 quintales de cereales por cada habitante de la Tierra. Distribuirá la producción evitando la explotación insensata de los seres humanos y del suelo. Tampoco necesitará demostrar que la productividad agrícola ha aumentado portentosamente, con 1.750 quintales de cereales por agricultor y año, 75.000 pollos por avicultor y 5.000 reses por ganadero; se lo tomará con más calma, sobre todo evitando la porquería que exige el ciclo de la productividad exasperada. No dirá que la agricultura industrial tiene un rendimientoextraordinario, verdadera mentira y estafa burguesa, sino que trabajará para conseguir realmente ese rendimiento mediante la ciencia no vendida al beneficio.

La sociedad futura no extenderá los actuales métodos bestiales, perdón, civilizados, a toda la tierra. Explotará la ciencia de la alimentación, llevándola a objetivos muy distintos de los de la mera productividad. Porque esta, y es hasta un triste lugar común repetirlo, es vertiginosa para la empresa, pero está en bancarrota para la masa de los hombres: 100 millones de hombres mueren cada año de desnutrición; 340 millones son enfermos crónicos por la misma razón; 730 millones no tienen dinero suficiente para alimentarse con las calorías que necesitan para soportar cualquier trabajo.

La paradoja reside en el supuesto alto rendimiento de la agricultura moderna, pero una configuración social diferente puede desenmascarar la mentira. El rendimiento es la diferencia entre la energía introducida en un sistema y la energía que el mismo sistema suministra de otra forma. La eficiencia, por un principio físico, es siempre inferior al 100%. Un coche normal tiene un rendimiento aparente de aproximadamente el 28%. Esto significa que si se introduce energía en el depósito por 100, se utiliza 28 y se disipa 72. Un motor eléctrico bien diseñado y construido tiene una eficiencia aparente de hasta el 98%. Pero, ¿por qué decimos "aparente"?

Si evaluamos el sistema completo, el automóvil se produce en una serie de operaciones que van de la minería a la publicidad; necesita todo un soporte de servicios cuando está en marcha y cuando está parado, formado por redes de venta, gasolineras, talleres de reparación, autopistas, garajes, compañías de seguros, desguaces, etc. Por tanto, su eficacia real es muy, muy inferior al 28%, quizá del orden del 2 o 3%. Un motor eléctrico también tendrá una eficiencia elevada, pero sólo desde la toma de corriente, sin contar la energía que contiene en sí mismo. La electricidad viaja a través de cables que tienen una resistencia y, por tanto, disipan energía; casi toda ella se produce utilizando combustibles de diversos tipos que ponen en marcha máquinas que a su vez están sujetas a disipación, y necesita una red logística y diversos materiales propios, aunque en una medida ni siquiera comparable con lo que necesita el coche; así que, al final, incluso la eficiencia real de nuestro hipotético motor eléctrico baja bastante, digamos que al 20%.

La máquina humana, formada por músculos, nervios y cerebro perfeccionados a lo largo de millones de años de evolución, "rinde" infinitamente más. Con las calorías de un plato de espaguetis bien condimentados, un adulto normal camina unos sesenta kilómetros. Si fuera agricultor y trabajara la tierra con herramientas manuales, en un clima templado y con las materias primas actuales, produciría 10 calorías de alimento por cada 1 disipada por el trabajo. El agricultor medio estadounidense produce 6.000 disipando 1, pero su rendimiento aparente es el mismo que el del automóvil. Si se calcula la energía total disipada en el proceso de producción de las 6.000 calorías, el saldo es totalmente negativo. Para producir 1 kg de maíz, el agricultor del corn belt estadounidense, donde existe la mayor productividad agrícola del mundo, disipa energía equivalente a más de 10 kg del mismo grano.

¿Consumo diez para producir uno? ¿Dónde está el truco? Todo está en el diferencial entre las calorías contenidas en las materias primas para la industria de fertilizantes, combustibles, etc. y el contenido calórico del maíz, por supuesto comparado en términos de valor, es decir, dólares/caloría; el valor de la energía contenida en los productos industriales es inferior al de la energía contenida en los alimentos. El balance debe hacerse teniendo en cuenta el medio ambiente expoliado. La agricultura, por cierto, es una esfera de producción altamente disipadora de energía: en Estados Unidos, el 12% de la energía total es disipada por la agricultura, que produce, como se ha dicho, sólo el 2% del producto interior bruto. Nunca una sociedad basada en un plan general de producción de valores de uso podría disipar, es decir, tirar, una cantidad tan enorme de energía.

La energía también se desperdicia en fases posteriores del proceso alimentario. De hecho, el sistema de distribución, almacenamiento y transformación industrial provoca un enorme despilfarro incluso de los productos ya cosechados en los campos, y el rendimiento se reduce aún más. Pero a pesar de ello, la agricultura de un país como Francia produce hoy suficientes calorías para 250 millones de chinos (2.000 calorías diarias de media por persona).

Si añadimos a Francia los demás países desarrollados y hacemos la proporción utilizando los parámetros actuales, nos encontramos con que en una sociedad futura, no enredada con la ley del valor ni con el problema de los rendimientos puramente cuantitativos, 18 millones de campesinos con productividad occidental podrían producir lo que producen hoy 1.500 millones de campesinos y proporcionar a toda la población de la Tierra una alimentación decente trabajando la décima parte de las tierras agrícolas actuales. Todo ello utilizando una cantidad muy pequeña de energía social, distribuida por todo el mundo, pero apenas equivalente a lo que hoy se saca de la sociedad para dárselo a la agricultura en forma de valor. Como vemos, un plan mundial de optimización de los recursos agrícolas podría ponerse en marcha de inmediato, si el capitalismo no se interpusiera en el camino.

Hemos hablado del rendimiento en relación con la energía. Ahora, para mostrar plenamente las ventajas de la eliminación de la propiedad, tenemos que hablar de él en otros términos, es decir, en función de la relación entre lo sembrado y lo cosechado, que llamaremos rendimiento por hectárea de un determinado producto. Estos dos enfoques no son comparables en términos de valor, pero esta segunda forma de ver el problema nos introduce directamente en la agricultura de la nueva sociedad. Recordemos que, desde el punto de vista capitalista, puede haber al mismo tiempo alto rendimiento y baja productividad. Se trata de una paradoja debida únicamente a la propiedad, que distingue entre las mejores y las peores tierras. En una sociedad sin propiedad, al eliminarse la propiedad y, por tanto, la ley de la renta, habría un rendimiento medio mundial y una única productividad social.

En tierras de diferente fertilidad natural, se pueden obtener rendimientos iguales dentro de ciertos límites aplicando trabajo y capital, del mismo modo que en tierras de igual fertilidad se pueden obtener rendimientos diferentes por la misma razón. Pero volviendo a la productividad, es evidente que está fuertemente condicionada por los límites de la explotación y, por tanto, por la propiedad. Supongamos que una explotación italiana típica de 10 hectáreas produce 400 quintales de trigo con un agricultor a tiempo completo; con el equipo necesario y el mismo agricultor se podría cultivar fácilmente el doble de tierra y, por tanto, el doble de productividad, pero el límite de la propiedad no lo permite. Otro agricultor con tierras de un 75% de fertilidad respecto al primero, pero dos veces más grandes, tendría una productividad de 600 quintales, es decir, una vez y media. Dado que por encima de 40 quintales por hectárea es difícil forzar el rendimiento, la superficie se vuelve esencial para aumentar la productividad. Este ejemplo es válido en general, sobre todo para las propiedades individuales y el tamaño de las explotaciones, pero también para los distintos Estados. En los Países Bajos, por ejemplo, desde el siglo XVI el rendimiento por hectárea es uno de los más altos del mundo para cualquier cultivo adaptado a ese clima, pero la concentración de la población y la limitada cantidad de tierra disponible impiden que la productividad, único criterio válido desde el punto de vista capitalista, supere el límite. Si el pequeño agricultor y el pequeño Estado no mueren ante esto, es porque consiguen arreglárselas con otras fuentes de valor.

La concentración de capital fijo por hectárea es otro indicador de la productividad. Suponiendo para los distintos países una tasa de mecanización equivalente para cada explotación, en relación con la tierra la utilización de los equipos varía mucho: en los Países Bajos cada tractor sirve para cultivar 5 hectáreas de tierra, en Alemania 5,8, en EE.UU. 43, en Canadá 67, en la antigua URSS hasta 110. Sólo en el caso de la URSS la tasa de mecanización puede no ser totalmente comparable, pero sin embargo estamos en el mismo orden de magnitud que los demás países.

En países como Estados Unidos y Canadá, donde la cantidad de tierra disponible no es un problema y la propiedad privada está también muy extendida, se ha establecido históricamente una alta productividad. En Rusia, donde la superficie media de las explotaciones era de 4.200 hectáreas antes del hundimiento de la URSS, el rendimiento es decididamente bajo; perdidas las tierras negras de Ucrania, que elevaron la media a 18 quintales por hectárea, hoy, en proporción a las tierras restantes, debe rondar los 10 quintales. Los koljós tenían rendimientos superiores a la media, pero una productividad muy baja, al estar compuestos por una plétora de agricultores poco mecanizados. Los sovjós, a pesar de tener las peores tierras, de muy bajo rendimiento, sobre todo en Siberia, ofrecían una mejor productividad debido a su alta mecanización y baja densidad de mano de obra; también estaban mejor organizados y podían abastecer directamente a las ciudades de los alrededores y evitar el inmenso despilfarro ruso en transporte y almacenamiento.

Ninguna reforma capitalista podrá eliminar jamás la contradicción entre rendimiento y productividad. Sólo se puede conseguir un alto rendimiento en los mejores suelos y con un alto avance del capital, pero los mejores suelos son un pequeño porcentaje de los existentes en el globo. La alta productividad se puede conseguir en suelos pobres, la mayoría de ellos extendiendo el cultivo, introduciendo nuevos híbridos, mecanizando al máximo, etc. Sin embargo, sabemos que alta productividad significa también alta cantidad, y esto lleva a una competencia feroz de los cultivos extensivos frente a superficies incluso de alto rendimiento pero más pequeñas. Competencia debida principalmente a la caída de la tasa de beneficio en las explotaciones más pequeñas, en las que la composición orgánica del capital en relación con el producto es elevada y en las que, además, la maquinaria sobredimensionada que se mantiene parada la mayor parte del año disminuye el grado de utilización del capital fijo.

Sólo la no-mercancía será fruto armonioso de la tierra

La desaparición de la propiedad, aunque sólo fuera sobre una parte significativa del globo, eliminaría la contradicción entre tierras de distinta naturaleza y extensión, y permitiría aprovechar sus características de la mejor manera posible para los cultivos que necesitará la humanidad. Al desaparecer también la contabilidad del valor, el equilibrio entre la energía disipada y la energía obtenida podría retomar un ciclo orgánico equilibrado. Esto no significará volver a la azada y renunciar a la tecnología y a la ciencia, ni mucho menos. Es precisamente la ciencia la que nos permitirá comprender mejor qué inmenso círculo vicioso de despilfarro habremos roto y qué horizontes se podrán abrir.

La agricultura, más que cualquier otra actividad humana, tiene un ciclo ligado a la renovación de los suelos, a la geología, al medio ambiente, al clima, factores todos ellos más poderosos que cualquier capitalista agroindustrial, que cualquier Estado. Factores a los que la actividad humana debe someterse, armonizándola con el conjunto. Los proyectos a largo plazo y de gran envergadura sólo pueden lanzarse racionalmente partiendo de presupuestos de equilibrio que impliquen vastas zonas, pero si los hombres han trazado fronteras nacionales y privadas sobre éstas, es imposible realizarlos. El carácter mercantil de las grandes obras no tiene en cuenta en absoluto los equilibrios mencionados, como demuestran los ejemplos desastrosos de la presa de Asuán en Egipto, el inmenso proyecto de irrigación que está secando el mar de Aral, la desertización de las tierras fértiles en Estados Unidos, la deforestación amazónica, la erosión de las terrazas de loess sustraídas al pastoreo para el arado en China, etc. Incluso si los Estados tuvieran el poder de promulgar políticas agrícolas coordinadas por encima de los intereses nacionales y privados, tendrían que someter a todos los terratenientes de forma totalitaria, lo que evidentemente equivaldría más a una expropiación violenta que a una reforma.

En cuanto la mercancía agrícola llega al mercado, se comporta como todas las demás: espera al comprador. Solo que es una mercancía un tanto peculiar. Al ser un producto con un ciclo natural, no puede producirse just in time. Al ser perecedero, no puede almacenarse todo el tiempo que uno quiera. Al estar a menudo ligado a zonas y climas específicos, tiene que transportarse a largas distancias. Al interactuar con la fisiología humana, no puede industrializarse completamente, enlatarse, liofilizarse, reducirse a sus componentes esenciales y volver a ensamblarse en productos con nuevas cualidades organolépticas, materia muerta. Por lo tanto, su valor es muy sensible a las pérdidas que se producen después de la producción. Por eso el capitalismo tiende a distorsionar al máximo los alimentos, para tratarlos como cualquier otra mercancía. La sociedad futura no tendrá tal necesidad: verá el triunfo de la vitamina fresca, de la fragante fruta de temporada, de exaltada calidad organoléptica, de lo vivo sobre lo muerto.

Hoy en día la tendencia a prolongar la presencia de un determinado producto alimenticio a lo largo de las estaciones pone en marcha una serie de mecanismos que a su vez apuntalan industrias y servicios que producen plusvalor. Transporte y almacenamiento en primer lugar, pero también conservantes, pesticidas, secadores, sazonadores, restauradores químicos del sabor y el olor, aditivos, colorantes, envases, publicidad. Toda una industria poscosecha que produce mucho más valor que la propia agricultura. La sociedad del futuro también mejorará el balance energético eliminando el monstruoso sistema de la búsqueda de valorización posproducción en todos los campos.

Para la sociedad capitalista, en cambio, el despliegue de las energías posproducción es cada vez más necesario, y conduce a paradojas que a los moralistas les gusta recordar, como la de los envases de alimentos para los 275 millones de estadounidenses, cuya industria factura varias veces más de lo que gastan en comida mil millones de indios. Pero el Capital sólo puede continuar su ciclo de acumulación mediante la multiplicación de las oportunidades de mercantilización. Si la agricultura estadounidense es el ejemplo más llamativo, es porque la industria se ha apropiado de ella, convirtiéndola en un mero soporte de sus actividades diversificadas. Boeing, que fabrica aviones, misiles, satélites artificiales, también comercia con patatas, pero no obtiene beneficios del tubérculo como tal, sino como producto utilizable por la industria, que las fríe, las envasa en celofán, las publicita, las distribuye en supermercados, cines y estadios, con gadget y cualquier otra cosa que sirva para revalorizar el conjunto. Así hace el gigante ITT, el gigante de las telecomunicaciones, invirtiendo en el jamón, base de casi toda la comida rápida industrial americana; así también la petrolera Getty con los cacahuetes salados. La industria estadounidense, seguida por la del resto del mundo, se ha lanzado a la alimentación no por su vocación agraria ni por su valor intrínseco, que es más bien exiguo, sino por lo que rodea a la comida, desde el reluciente envase hasta la televisión. Así, ha llegado a controlar casi totalmente —en orige— la producción americana de cereales y soja, el 51% de la de hortalizas, el 85% de la de cítricos, el 97% de la de aves para carne, el 40% de la de huevos.

Todo esto desaparecerá en cuanto el beneficio deje de ser el parámetro rector de toda actividad productiva humana. Por fin se respetará el ciclo natural, no por moralismo, sino para armonizar con él el metabolismo humano, que tras millones de años adaptándose a los ritmos naturales no puede haber evolucionado tanto en el último medio siglo como para desligarse de ellos. Y después de todo, no es un axioma comer fresas insípidas y envenenadas en invierno por puro placer consumista. La nueva sociedad, si decide diversificar su dieta a pesar de las estaciones, lo hará por utilidad o incluso por placer, pero desde luego no por afán de lucro. Así, no trasladará las fresas en avión, no fabricará el perfume que no pueden tener, no las rociará con pesticidas y conservantes, no las envolverá en embalajes que absorben el doble de energía social que su contenido, no las publicitará con mensajes idiotas y, por último, evitará enfermarse y consumir medicamentos que a su vez son enlatados, publicitados, etc. Sólo una humanidad descerebrada puede querer comer una fresa que contiene en sí misma, en equivalente energético, una cantidad de petróleo mil veces mayor que sus cualidades nutritivas.

Todo el aparato de mercantilización que se estratifica en torno a todo producto útil como la agricultura se derrumbará por sí solo, en cuanto se rompa el mecanismo de valorización del capital. Se prohibirá el transporte aéreo de fresas porque no tiene sentido, no para "ahorrar" costes ni para volver a un modo de vida espartano. Se preferirá el transporte por ferrocarril y por vía navegable al transporte aéreo y por carretera, no por una lógica de ahorro ecologista, sino porque todo el sistema tenderá a ponerse en armonía con la naturaleza. Por tanto, cualquier aumento de rendimiento en el balance energético será un resultado natural en el intercambio del hombre con la naturaleza, no una partida de la contabilidad empresarial.

En el libro de Bebel Mujer y socialismo hay una descripción entusiasta y un tanto ingenua de un viñedo en invernadero, con todos sus mecanismos para conseguir el microclima óptimo y producir vino incluso en el clima desfavorable de Silesia. Se trata de 500 metros cuadrados de terreno cubiertos por una estructura de cristal, un experimento insignificante comparado con los actuales sistemas informatizados de invernadero, pero afortunadamente, como "viñedo del futuro", sólo una pequeña utopía. No hacen falta viñedos artificiales. Hoy en día la ciencia burguesa produce buen vino en una gama climática muy amplia y, allí donde no basta, facilita el transporte de vinos excelentes. Pero es precisamente la producción de vino la que ofrece la pista para poner de relieve las contradicciones del capitalismo y la facilidad con que la sociedad futura resolverá los problemas que ha generado mediante sus propias técnicas. Hoy la vid, tras la propagación del mildiu y otras enfermedades, requiere tratamientos masivos y cuidados asiduos, en un proceso de producción que exige un considerable desembolso de capital. Pero el círculo vicioso, que en el campo impone generalmente la escalada infernal de tratamientos, puede detenerse con la tecnología. Dado que el ciclo de ciertas enfermedades está ligado principalmente a la humedad, la insolación y la temperatura, basta con una red de sensores que envíen los datos de una determinada zona de producción a un centro que los procese para establecer un ciclo mínimo de tratamiento. Estos sistemas ya se utilizan en entornos consorciados y pueden mejorarse con creces. Así no habrá necesidad de rociar venenos en tiempos marcados o, peor aún, a discreción del agricultor. Por otra parte, incluso un sistema mejorado puede ser una solución transitoria, adoptada mientras se estudian formas de lograr una viticultura anterior al mildiu. Mientras tanto, no se habrá ahorrado tanto como evitado un exceso de veneno en el medio ambiente y en el estómago.

En otros tipos de cultivo, la combinación de química y biología, con la introducción de insectos enemigos de las plagas o de plagas esterilizadas, puede ser una solución transitoria. El cultivo en invernadero, que hoy es el peor posible desde el punto de vista ecológico, puede rehabilitarse para el cultivo de más productos mediante el uso no capitalista de la tecnología. Volviendo a las fresas, por ejemplo, puede ocurrir que la humanidad decida permitirse consumirlas en invierno, utilizando una fracción de la inmensa cantidad de energía que se ahorra en otros lugares. Hoy ya existe la posibilidad técnica de cultivarlas en grandes entornos donde se reproducen casi a la perfección las condiciones naturales, sin necesidad de recurrir a la perversión del ciclo químico-biológico del cultivo actual en invernadero. El invernadero tiene orígenes ancestrales y hoy se utiliza principalmente para flores y primicias de alto valor añadido; pero algunos grandes parques botánicos construidos bajo inmensas cúpulas geodésicas nos demuestran que sería posible utilizarlos para cultivar alimentos en lugar de para atraer turistas a cambio de una remuneración. Todo ello si fuera útil y necesario, ya que toda la agricultura deberá volver a un ciclo orgánico y reproyectarse en función de los distintos entornos.

El ciclo agrario como vínculo entre el hombre y la naturaleza

Proyectar es un verbo que esta sociedad ha convertido en ambiguo. En cierto sentido, indica la inversión positiva de la praxis, la intervención consciente del hombre en el desorden espontáneo del universo. En otro, evoca los desaguisados de la sociedad burguesa, sus manipulaciones ajenas a toda organicidad. Pero el hombre bien puede proyectar su propia fusión orgánica con el medio, ya que su futuro no será ciertamente un retorno al "paraíso perdido" de los australopitecos, que se arriesgaban a ser mutilados a diario por los leopardos mientras, por su parte, comían bayas y larvas. El ciclo agrario es el ciclo completo de transformación de la energía que proviene del Sol y que, actuando sobre la materia, produce una serie de efectos no sólo sobre la alimentación del hombre —único elemento tenido en cuenta en la limitada visión antropocéntrica— sino sobre toda la biosfera en la que el hombre está inmerso. Al fin y al cabo, el petróleo, que hoy sin consideración alguna quemamos "a pérdida", no es más que el resultado de la acción del Sol en épocas pasadas.

La nueva agricultura será el vínculo entre el hombre y la naturaleza, es más, será la nueva fusión del hombre con la naturaleza de la que forma parte. Pero para lograrlo se requiere un estadio que aún estamos atravesando, que ha permitido, a través del Capital, vincular la tierra, la industria y la ciencia. Bebel en el texto citado recuerda, con Marx, cómo su época marcó la transición de la agricultura practicada empíricamente a la ciencia del cultivo y de la alimentación. Recoge los trabajos de Justus von Liebig que, como tantos científicos de su época, fue uno de los instrumentos humanos que la revolución productiva estaba… produciendo. Liebig partió de la base de que la ciencia agrícola y la ciencia de la alimentación son inseparables: las plantas se alimentan, los animales se alimentan de ellas y el hombre se alimenta de ambas. Partió de lo que consideraba la ley fundamental del crecimiento vegetal: 1) toda planta debe su vida a la química del suelo y a la acción de la luz; 2) regula su crecimiento sobre el elemento que se encuentra en menor cantidad entre los que necesita; 3) los elementos químicos que se le quitan deben ser devueltos al suelo. Esta ley, bajo el capitalismo, ha sido utilizada como sabemos especialmente por la industria petroquímica, pero aunque es una simplificación rayana en lo arbitrario respecto a la complejidad del proceso que procede del Sol, como esquema general también puede constituir la base de una agricultura orgánica. Hoy tenemos muchos más conocimientos, pero también los tenemos en comparación con Newton, Darwin, Marx, Einstein y todo ese grupo de científicos, verdaderos gigantes de la revolución, sobre cuyos hombros se encarama la enana ciencia de hoy.

Bebel reconoce que el capitalismo sienta las bases de una nueva sociedad, que sólo tendrá que apropiarse de sus logros y ponerlos a su favor: "La nueva sociedad encuentra un recurso para sí en el campo de la ciencia agraria, un terreno teórica y prácticamente mucho mejor preparado que otros para su actividad, un terreno en el que sólo tiene que empezar a organizarse para obtener mejores resultados que los obtenidos hasta ahora". No importa si Liebig pensaba que la vida podía haber llegado a la Tierra desde otras galaxias a través de combinaciones "eternas" de carbono (por lo que es criticado por Engels, quizás un poco precipitadamente, dado el hallazgo real de compuestos orgánicos de carbono en cometas). El hecho es que se adhirió a la concepción materialista de la vida como una propiedad de la materia, "un principio informador que opera dentro y con las fuerzas físicas". Hoy sabemos que es así, que la materia, más allá de un umbral de complejidad de partículas y energía, produce autoorganización precisamente a partir de un "principio informativo", y que luego es capaz de mantener y replicar esta información.

Toda la naturaleza "funciona" de este modo. Incluso el hecho social, que es básicamente un nivel superior de organización de la materia, sigue el mismo principio informativo: el hombre extrae información del entorno y del pasado, produciendo nuevos conocimientos. Hoy adopta la ley de Liebig muy crudamente, interviniendo en el quimismo del suelo y del medio ambiente de forma catastrófica, pero prepara información indispensable para su uso posterior a un nivel más alto y orgánico.

Liebig, a quien quizá la mayoría de la gente conozca como el inventor del extracto de carne y de las codiciadas figuritas cromolitografiadas que lo acompañaban, fue estudiado por Marx y Engels con un enfoque diferente. Seguía siendo uno de esos científicos que dirigían su trabajo hacia distintos campos, abarcándolos con una visión universal. En su obra rompió la barrera erigida por el hombre entre la química de la materia y la química de la vida, dedicándose sistemáticamente a la química agrícola, la fisiología y la patología. Describió el proceso que hoy llamamos fotosíntesis, dándose cuenta de que el equilibrio orgánico que necesitan el suelo y la planta forma parte de un sistema inmensamente más complejo que su esquema, y que incluye a los animales, al hombre, a las bacterias, a todo el medio ambiente. También era un apasionado, y por ello un formidable profesor que atraía a alumnos de todo el mundo, el fundador de una escuela internacional.

La revolución agraria, como la revolución industrial, se impuso con premisas científicas universales ya útiles a una humanidad potencialmente emancipada de la necesidad, pero el capitalismo destiló inmediatamente sólo la parte útil a la valorización del capital y llevó a sus extremas consecuencias los frutos de la investigación científica, hasta el uso indiscriminado de la química, premisa de la mineralización del suelo. El propio Liebig participó directamente en la explosión de la revolución agraria, cuando la empresa uruguaya que producía harinas animales bajo su licencia las introdujo, muy pronto (1865), no sólo en los abonos, sino también en los piensos de engorde. Conscientemente o no, fue una consecuencia de sus estudios sobre la eficacia de la alimentación animal y el uso capitalista de la misma. Diez años antes había advertido del peligro de perder de vista el quimismo orgánico de la naturaleza: "Desgraciadamente, apenas se reconoce la verdadera belleza de la agricultura y la inteligencia que anima sus principios. El arte de la agricultura se perderá cuando maestros ignorantes, miopes y acientíficos persuadan a los campesinos para depositar todas sus esperanzas en remedios universales que no existen en la naturaleza. Siguiendo sus consejos, deslumbrados por éxitos efímeros, los campesinos olvidarán el suelo y perderán de vista su valor intrínseco y su propia influencia sobre él" (1855). Más adelante, cuando llegó a comprender la relación entre el crecimiento de las plantas y la química del suelo, admitió que sus leyes eran una simplificación mecánica de la enorme obra que Dios había confiado a la naturaleza y se mostró irónico ante la pretensión del hombre de sustituirla. Sostenía que, junto a la fotosíntesis y a los iones minerales disueltos por el agua absorbida por las raíces, había otros procesos materiales que no debían ser imitados sino favorecidos, ya que requerían tiempopara la generación y regeneración del humus.

Hoy en día, incluso burgueses con muchos menos escrúpulos admiten que el ciclo agrario capitalista es perverso y que habrá que romperlo. Esto ocurrirá de todos modos: sólo es cuestión de si ocurrirá a costa de catástrofes medioambientales y sociales dentro de la sociedad capitalista o si ocurrirá conscientemente con una transformación planificada dentro de una sociedad sin clases y sin dinero. La contradicción principal la pone de manifiesto la ley de Liebig: hay que dar a la tierra lo que se le quita; o, lo que es lo mismo, sólo se puede quitar a la tierra lo que se le da. Una producción enorme requiere energía, como hemos visto, pero reponer el suelo requiere el trabajo de bacterias, mohos, levaduras, enzimas, todos los cuales no producen humus a destajo, en una cadena de montaje. Requiere tiempo, que en esta sociedad, como todo el mundo sabe, es dinero. Sin el factor tiempo que registre las distintas etapas no hay balance energético, sólo hay un balance contable en puro valor de mercado. La naturaleza se aparta en beneficio de la sociedad anónima, se fabrican alimentos, se consume la tierra, se corrompe el medio ambiente, y al Capital que hace engordar a la posteridad no le importa nada, que se las apañe.

Contenido energético anual de algunos productos agrícolas.Figura 1 – Fuente: R. Barrass, Biology, Food and Population.

La sociedad del futuro no se interesará por el balance empresarial, sino por el balance energético en la producción de los distintos productos agrícolas. Éste se obtiene —como ya hemos visto— haciendo la relación entre la energía contenida y la energía disipada para producirlos. Ahora bien, está claro que si el hombre come un animal que a su vez come vegetales en un ciclo que en sí mismo disipa energía de todas las formas posibles, la suya no es una operación brillante (véase la figura 1). En Estados Unidos, el 70% de toda la producción de cereales se destina al ganado, por lo que el consumo directo de vegetales sería más racional. Independientemente de los problemas que plantean los ecologistas y los defensores de los derechos de los animales sobre los tipos "alternativos" de alimentos, lo cierto es que la economía agraria capitalista tiende a orientarse hacia los sectores más disipadores de energía. Sobre todo, porque en este como en otros campos, lo que cuenta es el resultado final del ciclo económico, el que se cierra con el recuento del valor añadido; y es obvio incluso para los vástagos de la economía política que para el crecimiento del PIB es indiferente cómo se consiga: crece también —e incluso más— si el sistema se orienta hacia el máximo desorden y despilfarro.

La sociedad futura no resolverá desde luego el problema del balance energético con un retorno a las formas de producción del pasado. El factor tiempo, que desde el punto de vista capitalista es un valor, también encontrará su solución. Los ciclos de rotación de cultivos y de descanso de la tierra, indispensables desde hace milenios, podrán sustituirse en parte acelerando la formación biológica de humus. El hombre de hoy sabe manejar el factor tiempo lo suficientemente bien como para saber que se trata de un concepto relacionado con otros parámetros. No nos referimos tanto a la física relativista como a los factores prácticos más modestos: cuando decimos que se tarda mucho o poco en arar un campo, tenemos que precisar a qué se refiere ese "mucho" o "poco", porque hay una diferencia entre el tiempo del buey y el del tractor. Así que no nos sorprende, por ejemplo, leer que Marx atribuía una mayor densidad relativa de población a los espacios deshabitados de Estados Unidos que a la abarrotada India. Ello se debe a que, desde el punto de vista económico, el sistema de comunicación acorta el tiempo social. Todo el mundo sabe que hoy habitamos la "aldea global", que, precisamente porque el sistema de comunicaciones ha alcanzado una complejidad y una velocidad antaño impensables, tiene una densidad de población muy superior a la que indican las estadísticas. Del mismo modo, el tiempo biológico de regeneración del suelo no sería un problema una vez que, históricamente separado del beneficio, la humanidad hubiera aprendido a acelerarlo. Pero ¿estamos seguros de que la humanidad deba todavía dar este paso? En realidad, no hace falta llegar a la sociedad futura para ver una aceleración del tiempo en el ámbito de la regeneración del suelo; el problema ya está resuelto técnicamente en esta, sólo que la solución no está tan generalizada como podría y se aplica de forma burda.

Hoy, la tierra recibe un pálido sustituto mineral de la materia viva que se le quita. Pero no tiene por qué ser así para siempre. Ya se están probando con excelentes resultados diversas técnicas de compostaje a gran escala para producir abonos naturales. El uso de colonias de lombrices para producir humus fértil es bastante común en muchas granjas. Una sola fábrica japonesa ha vendido unas 5.000 plantas que las explotaciones individuales pueden adoptar para un compostaje rápido por autofermentación. Procesos biológicos industriales más complejos y centralizados, basados en bacterias, pueden metabolizar residuos mezclados para producir abono y metano. Todos estos procesos se basan en la separación del ciclo de cultivo del ciclo de producción de elementos reponedores de la fertilidad, acelerando así enormemente el proceso natural al reproducirlo en condiciones artificiales. Paralelamente a las labores de cultivo, las plantas industriales de compostaje pueden digerir en poco tiempo hojas, podas, residuos agrícolas, serrín, residuos orgánicos, estiércol animal, sangre de matadero, etc.

Los procesos naturales de compostaje "asistido" pueden complementarse con otros totalmente artificiales. En los años 50 se observó en Francia que en unos bidones de queroseno depositados por la lluvia se multiplicaban espontáneamente bacterias que daban lugar a un compuesto proteínico. La primera planta industrial para "cultivar" con microorganismos los residuos de la transformación del crudo fue creada en Escocia en 1971 por British Petroleum. De ella se extrajeron inicialmente 4.000 toneladas anuales de biomasa, un compuesto orgánico con una elevada concentración de proteínas que se utilizó como complemento de la alimentación animal. Desde entonces, muchas otras fábricas de proteínas han entrado en funcionamiento en todo el mundo. Cerca de Marsella hay una planta de 20.000 toneladas; en Sarroch, Cerdeña, una de 100.000 toneladas. También se han realizado amplios experimentos con la producción industrial de biomasa mediante el cultivo de células vegetales en un entorno artificial, especialmente con algas. Los dos ejemplos, la serie de procesos naturales acelerados y la fábrica de proteínas, pueden, si la humanidad determina que es útil, unificarse. Sólo consideraciones de beneficio dictan que los compuestos proteínicos artificiales vayan directamente a la alimentación animal. Algunos incluso especulan con su uso en la nutrición humana. Si no se tiene en cuenta el beneficio, se pueden fabricar enormes cantidades de biomasa a partir de muchos residuos de procesamiento y luego ser "digeridos" por compost bacteriano u organismos superiores como las lombrices de tierra. Introducida en el suelo, seguiría metabolizándose en ese formidable digestor químico natural que es el humus.

La sociedad futura eliminará de raíz otro elemento negativo del fallido balance energético de la agricultura capitalista, y quizá el más importante: el despilfarro indiscriminado de la enorme cantidad de materia orgánica que hoy se tira por el desagüe. La absurda sustitución de la química natural y del ciclo biológico general por la intervención química industrial local se proyecta inexorablemente hacia el fracaso (Figura 2). Sin regeneración del suelo, la tierra está como drogada por la química, que requiere dosis cada vez mayores con efectos cada vez más escasos.

Bebel insiste mucho en este tema en su libro y los mayores conocimientos actuales complementan perfectamente sus observaciones. Tras señalar que la tierra debe alimentarse de materia orgánica del mismo modo que los animales y los seres humanos, observa que la mayor parte de los alimentos producidos fluye hacia las ciudades, pero éstas no permiten que la materia orgánica vuelva a la tierra. Muy diferente era, todavía en su época, la situación de las milenarias ciudades chinas. Citamos a Bebel, que a su vez cita a Liebig: "En China, cada coolie que lleva sus productos al mercado por la mañana, trae a casa por la tarde dos carros cargados de estiércol… Los chinos recogen cuidadosamente toda sustancia vegetal y animal para convertirla en abono… Lo que el agricultor [alemán] gastaría en esta cosecha es poco, mientras que la inversión sería segura, ciertamente más que en una caja de ahorros, y ningún capital le ocultaría un mayor rendimiento, porque el rendimiento de su campo se duplicaría en diez años; produciría más grano, más carne y más queso, sin emplear más tiempo y más trabajo; y ya no estaría angustiado por esos nuevos remedios desconocidos que no existen y que de otro modo mantendrían fructífero su campo… Todos los huesos, el hollín, las cenizas, lavadas o no, la sangre de los animales, los escombros y los desechos de todas clases deben ser recogidos en establecimientos especiales y preparados para ser enviados a su destino… Los gobiernos y las autoridades de policía de las ciudades deben cuidar de que, mediante reglamentos apropiados sobre letrinas y cloacas, se impida la pérdida de estos materiales" (J. von Liebig, Cartas sobre química). "Remedios nuevos y desconocidos que no existen": viniendo del inventor del mejoramiento químico del suelo y del eficaz divulgador del socialismo sonaría extraño, si no supiéramos que el científico y el marxista eran conscientes de que la tierra debe ser mejorada allí donde se necesita, no depredada hasta la muerte siempre y en todas partes.

Disminución de la eficiencia en el uso de fertilizantes químicos (millones de toneladas)
ños Producción
mundial
de cereales
umento de los
cereales
Uso
mundial de
fertilizantes
umento de os
fertilizantes
umento de la productividad
(b)/(d)
  (a) (b) (c) (d) (e)
1934-38 651   10    
1948-52 710 59 14 4 14,7
1959-61 840 130 27 13 10,0
1964-66 955 115 41 14 8,2
1969-71 1120 165 64 23 7,1
1974-76 1236 116 84 20 5,8

Figura 2 – Fuente: FAO, USDA (Departamento de Agricultura de Estados Unidos)

Bebel da la cifra de 48,8 kg de excreciones sólidas y 438 líquidas producidas anualmente por cada alemán adulto, para un total de 486,8 kg. La evacuación media actual de un occidental es algo superior, 54 y 470, para un total de 524 kg; evidentemente, la elevada productividad de las vísceras modernas es el resultado tanto de una mayor cantidad de alimentos ingeridos, incluidas las bebidas, como de una peor asimilación debida a un menor gasto de energía de trabajo, lo que implica también una menor transpiración. Teniendo en cuenta que también hay lactantes en la media, y que sólo necesitamos una cifra aproximada, quedémonos con la de Bebel como guía. Los animales de granja también producen residuos metabólicos, y tenemos una cifra interesante para EE.UU., donde la industria ganadera produce 130 veces la masa de aguas residuales que los humanos.

Haciendo cuentas, tenemos que 275 millones de estadounidenses producen 133,8 millones de toneladas de aguas residuales orgánicas que, multiplicadas por 130 para incluir a los animales de granja, hacen 17.500 millones de toneladas. Ahora bien, leemos en los manuales que en una agroindustria biológica, la recogida completa de purines humanos y de establo equivale al 0,6% del peso en nitrógeno, al 0,4% en fósforo y al 0,3% en potasio. Por cada tonelada de abono orgánico tenemos, por tanto, el equivalente a 6 kg de nitrógeno, 4 kg de fósforo y 3 kg de potasio. En resumen: en un país como Estados Unidos, las aguas residuales orgánicas producidas en un año, la mayoría de las cuales se tiran, contienen 105 millones de toneladas de nitrógeno, 70 millones de toneladas de fósforo y 52,5 millones de toneladas de potasio, lo que hace un total de 227,5 millones de toneladas. Aunque se han dejado fuera de este cálculo otros tipos de residuos orgánicos y las posibles recuperaciones de otros tipos de residuos y materiales, como los mencionados anteriormente, la comparación con el ciclo químico industrial es impresionante: Estados Unidos produjo 32 millones de toneladas de fertilizantes en 1996, de los cuales 19 millones eran nitrogenados. La producción mundial de fertilizantes es de 150 millones de toneladas, de las que 90 millones son nitrogenadas. El estiércol desechado sólo por los estadounidenses bastaría para fertilizar toda la superficie cultivada del mundo durante un año y medio.

Extinción del agricultor

Por supuesto, nuestros cálculos son totalmente indicativos. La sociedad futura no soñará ni remotamente con alimentarse como lo hace hoy y, sobre todo, no criará los 430 millones de aves y los 220 millones de bovinos, ovinos, caprinos y equinos que crían hoy los estadounidenses (1996) en un territorio como el de Estados Unidos, por muy vasto que sea. Por lo tanto, no necesitará inmensas cantidades de estiércol para cultivar cereales destinados a la alimentación de los animales. Sobre todo, dará otro sentido al concepto de tiempo y evitará como la peste el frenesí actual de la producción debida al ciclo de reincorporación del Capital en su acumulación. Todos los capitales existentes son trabajo pasado, muerto. No en vano el ciclo de consumo y obsolescencia del capital fijo se llama amortización, de amortizar, matar. En la sociedad futura, como se menciona en uno de nuestros textos, la regeneración de los factores de producción deberá llamarse más bien revitalización, en armonía con el nuevo modo de ser de la producción y de la reproducción social.

En términos generales, el uso indiscriminado de productos industriales, químicos y mecánicos, saturando vastos espacios con artefactos de todo tipo, conlleva no sólo un balance energético perverso, no sólo la perturbación del medio ambiente y la consiguiente desaparición de un complejo vivo orgánico, sino también la regresión de equilibrios ecológicos propios de sistemas consolidados a lo largo de milenios, basados en una complejidad suficiente como para autoorganizar respuestas a acontecimientos desequilibrantes. Estos sistemas, como la selva virgen tropical, pero también como el campo europeo "paisajizado" por el trabajo humano durante milenios hasta el capitalismo, están formados por intrincadas redes de relaciones, en las que una determinación tiene múltiples efectos, y en las que múltiples determinaciones contribuyen al mismo efecto; todas las relaciones tienden a mantener la armonía del propio sistema (homeostasis). Por el contrario, la regresión a condiciones inestables, como si un sistema estuviera aún en formación, conduce a situaciones de acumulación lineal de causas contradictorias con retroalimentación positiva, como dice el propio término "acumulación". Se trata de una dinámica exponencial, es decir, de sistemas que tienden hacia un punto de llegada a una velocidad creciente. El hecho es que el punto de llegada es siempre una catástrofe, porque en su inmadurez no tienen aún capacidad de autoorganización, no conocen proyecto, se dividen y se remiendan brutalmente, sin conciencia del devenir. En resumen, no conocen el tiempo relativo, viven un tiempo lineal que se contrae en un espasmo continuo.

Se sabe que adoptando ciertos puntos de referencia, el tiempo es corto, pero adoptando otros, también puede alargarse. El tiempo de cultivo en el capitalismo no es ciertamente lo que será típico de la sociedad futura. La eliminación de la propiedad conducirá a la racionalización del espacio disponible, y la humanidad podrá determinar, sin estar constreñida por el hambre o el beneficio, qué espacios habitar y cuáles cultivar de forma intensiva o extensiva, con rotaciones clásicas o con reintegración total del humus, sin sufrir el estrés del tiempo-dinero. Con calma y reflexión, decidirá incluso si es útil dejar una parte, y cuál, tal y como está: con desiertos, bosques, sabanas, en equilibrio ecológico natural con toda la vida animal que los habita. Es el individuo burgués el que no tiene tiempo; el hombre social no es más que la célula de un organismo más complejo, la especie, que lleva ahí millones de años y seguirá ahí millones más. La especie tiene todo el tiempo que quiera. Incluso tiene tiempo para proyectar un equilibrio natural, igual que el paisaje agrario se había estabilizado en equilibrio durante milenios, hasta el capitalismo.

Los modelos ecológicos por ordenador muestran, por ejemplo, que sería posible el aprovechamiento racional de la carne de animales semisalvajes. En las estepas de Asia, el número de saigas, un bóvido similar al antílope, había disminuido drásticamente debido a la caza indiscriminada; hoy, un mínimo de control ha hecho que los rebaños vuelvan a ser de 3 millones, de los cuales 300.000 se seleccionan y cazan de forma bastante racional cada año. En las praderas de Estados Unidos se calcula que había entre 30 y 100 millones de bisontes, una enorme masa proteica que proporcionaba abundante comida y pieles a los pueblos indígenas; hoy, a pesar de la casi extinción causada por el hombre y la sustracción de zonas adecuadas, los bisontes se reproducen rápidamente y son unos 200.000, la mitad de ellos en grandes manadas en libertad. Tanto el bisonte americano como el búfalo europeo tienen sistemas digestivos rústicos y de alto rendimiento, capaces de digerir forrajes muy pobres y crecer en estado semisalvaje más que el resto del ganado, aunque más lentamente. Su carne se parece a la que se encuentra en las carnicerías rurales cuando se sacrifica el ganado de trabajo.

Por cierto que Liebig utilizaba, para su extracto y harina de estiércol animal, el mismo ganado que se había escapado de los rebaños en Argentina y se había reproducido en estado salvaje, ganado que era capturado y vendido a bajo precio. Lo mismo seguía ocurriendo en Estados Unidos hasta los años 30 con los mustangs, los caballos salvajes. Incluso en Italia, un país sin grandes espacios, hay territorios bastante extensos, ahora abandonados, donde la cría salvaje sería posible si los límites de propiedad no pusieran límites. En la pequeña Córcega se practica la cría salvaje, aunque de forma marginal. Sin duda, el hombre no volverá a cazar como sus antepasados prehistóricos, pero los ejemplos pueden demostrar que, si mantiene bajo control su balance energético y si decide mantener una alimentación omnívora, podrá dejar espacio a los animales de pastoreo para hacer un uso racional de las proteínas. Esto le permitirá finalmente eliminar, entre otras cosas, esa infame institución que es la cría intensiva.

La eliminación de los límites entre las tierras privadas permitirá rediseñar el campo alternando racionalmente los cultivos arbóreos con las tierras de labor y los pastos para evitar la erosión y mantener la humedad del suelo. La reducción del tamaño de las ciudades con la eliminación de miles de salas innecesarias para actividades burocráticas y representativas difuminará la frontera entre la ciudad y el campo, con un amplio espacio para la interpenetración mutua sin peligro de envenenamiento por la contaminación industrial y urbana. La antigua separación entre la ciudad y el campo desaparecerá por completo, ya que la desaparición de la división social del trabajo dará paso a la libre expresión de las diversidades individuales, orientadas, como las células diversificadas de un organismo vivo, al mejor resultado del conjunto.

Supongamos, dice Marx (Notas sobre James Mill), que produjéramos como hombres para otros hombres y no en oposición unos a otros como esclavos asalariados, campesinos, capitalistas en un mercado ajeno a todos. Uno produce para el otro lo que necesita, utilizando lo mejor posible su capacidad individual, en una relación recíproca que realiza la humanidad de la producción y no su alienación. La diversidad de uno es complementaria de la diversidad del otro, la democracia imbécil se supera de hecho, el hombre que produce manzanas entra en relación con el hombre que produce ordenadores basándose en la calidad real de los productos y no en un valor indistinto. Ni siquiera se puede hablar de intercambio o trueque, sólo de producción de objetos o actividades útiles para la vida, entrando en relación no con el mercado, el dinero, los precios, la propiedad, sino con los hombres en cuyas necesidades participa todo otro hombre. Entonces no es cierto que exista una ley bilateral universal por la cual sólo puedo intercambiar objetos del mismo valor, porque hasta las matemáticas enseñan que no se pueden hacer transacciones entre manzanas y computadoras. Luego no es cierto que todo se base en el presuntamente eterno do ut des: la actividad recíproca puede no ser medida, y los hombres también pueden pasar de una actividad a otra si sirve para la satisfacción mutua. Y la satisfacción no consiste en recibir algo a cambio, sino en pertenecer a la realidad social común, por lo que el mero hecho de producir individualmente para el conjunto ya es una realización, y es unilateral, sin reclamar nada como obligación, ni tampoco como derecho.

Sólo así se puede comprender la naturaleza de la nueva sociedad que avanza, y que demasiados "comunistas vulgares" siguen imaginando surgida de una oficina de comisarios del pueblo empeñados en dictar decretos: "A partir de hoy se suprime el dinero, a partir de mañana la división entre la ciudad y el campo, a partir de pasado mañana los campesinos". Firmado: la dictadura del proletariado.

Fuentes de datos no indicadas expresamente en el texto: Istat, Ministro del Tesoro, FAO, USDA, OCSE, Eurostat, Ist. Geografico De Agostini, Enciclopedia Europea Garzanti, The Economist, Barrass, Rifkin.

Letture consigliate

  • Los puntos del "Programa Revolucionario Inmediato" fueron discutidos en una reunión del Partito Comunista Internazionale celebrada en Forlì en 1953. Nuestros artículos anteriores, desarrollándolos y profundizándolos, se publicaron en los números 0, 1, 2, 3 y 4 de la revista.
  • Partito Comunista Internazionale, Mai la merce sfamerà l'uomo, testi sulla questione agraria, Quaderni Internazionalisti.
  • Partito Comunista Internazionale, Il programma rivoluzionario della società comunista elimina ogni forma di proprietà del suolo, degli impianti di produzione e dei prodotti del lavoro, ora in Proprietà e Capitale, Quaderni di n+1.
  • Partito Comunista Internazionale, La questione agraria, raccolta di articoli, Quaderni Internazionalisti.
  • Partito Comunista Internazionale, Pressione razziale del contadiname, pressione classista dei popoli colorati, ora in Fattori di razza e nazione, Quaderni di n+1.
  • Karl Marx, Estratti dal libro di James Mill "Elémens d'économie politique", Editori Riuniti, Opere Complete, vol. III.
  • Karl Marx, VI Capito Inedito, La nuova Italia.
  • August Bebel, La donna e il socialismo, Edizioni Savelli.
  • Lenin, Due tattiche, Opere complete, Editori Riuniti, vol. 9.
  • Lenin, Intorno a una caricatura del marxismo e all'economismo imperialistico, Opere Complete, Editori Riuniti, vol. 23.
  • Karl Kautsky, La questione agraria, Feltrinelli.
  • Robert Barrass, Biologia: cibo e popolazione, Mondadori EST.
  • Jeremy Rifkin, La fine del lavoro, Baldini & Castoldi.

n+1, nº 5, Septiembre 2001

Note

[1] En italiano rovesciamento in corso, que hace referencia al rovesciamento della prassi o 'inversión de la praxis'. La inversión de la praxis se produce cuando el programa —y con él el partido— empieza a dirigir la acción de la clase en el proceso revolucionario. Cf. Bordiga: Teoría y acción en la doctrina marxista. [NdT]

Traducciòn: Barbaria (https://barbaria.net/2023/11/14/n1-el-hombre-y-el-trabajo-del-sol/).

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